SOCIEDAD
› MAR DEL PLATA AMBIENTADA COMO PUNTA DEL ESTE
Nostalgias esteñas
Es el dolor de ya no ser, de haber quedado out de la movida esteña. El dulce uno a uno y sus posibilidades quedaron muy lejos. Pero ahora, en Mar del Plata, una zona de la costa recrea ese ambiente, con las marcas, la música y la onda esteñas. Allí se concentran los que ya no pueden salir del país. Y están los DJs, los escenarios, las estrellas del mundo fashion.
› Por Alejandra Dandan
Karina Acuña, morena, ojos azules, lentes más claros. Hace un año planificó sus vacaciones para la segunda quincena de febrero. Había estado en Israel, en Medio Oriente, una vez al año en las playas esteñas y para ese febrero de 2002 pensaba en el sur brasileño, el carnaval, el agua caliente, la caipirinha. “Al final –dice–, me cagué de embole.” Por la devaluación y el corralito, cambió los planes a último momento. En lugar de Brasil pasó veinte días de vacaciones en Pinamar, en baja, con frío y en lo que se convirtió en la peor temporada. Por eso ahora cambió de playa, de balnearios y de época. El primero de enero instaló su lona, sus lentes y su verano en ese sector tan poco down de Mar del Plata, ese costado donde este año han llegado las grandes marcas esteñas, sus tragos, su estética blanca para matizar las penas de los que quedaron encerrados a este lado del Atlántico.
“Con estos termos y el mate, el año pasado nos sacaron una foto como lo más out de Punta del Este.” Las dueñas de aquel retrato son Julieta Morandi, Ileana Ensinck y María José Tomé, las tres rosarinas, de 25, y dueñas en este momento del kit del desquite: dos termos inmensos y planteados con dos mates que van girando en una rueda. Cuando estaban en Punta, por esas cuestiones de las formas, del show off y de las fotografías donde aparecieron entre lo más periférico de la costa esteña, habían cambiado los termos grandes por unos bien pequeños y bien disimulados. Este año, con el cambio de zona, dicen, las cosas están más relajadas. “Los puff –dice María José, una de las dos odontólogas del grupo–: allá te los ponían en los balnearios más top, con todo, tipo, ponele más ambientado, como en un bar pero vos no te sentabas.” Los puff esteños eran para la clase VIP, los periféricos sólo miraban. Ahora, las tres mujeres tienen uno enfrente, otro al costado y otros cientos desparramados aptos para todo el público más in, más dance, más parecido a esos mismos que ahora, cuando se pone el sol, comienzan a repetir las danzas al estilo de los atardeceres esteños. “Con la diferencia –dice Sandra, que da vueltas por ahí–, que el sol en Punta se ponía del lado del mar, y acá se oculta del otro lado.”
Desde hace varios meses, el dueño de uno de estos paradores del sur fue recorriendo las ya lejanas tierras del Este uruguayo. El empresario es Jorge González, abogado, profesor universitario y dedicado desde siempre a la producción del verano del sur, esa zona donde Mar del Plata aloja todos los años a los sectores medios más altos. “La apuesta de las grandes marcas está donde está su gente –explica–: Coca-Cola, que hasta el año pasado tenía su point armado allá, ahora lo trajo a esta playa.” Ahora, esa playa no se llama más La Caseta a secas, es La Caseta Coca-Cola. Pero los modelos importados de Punta del Este no se reducen al traslado de las marcas. Se vinieron las tribus de DJs, los escenarios, las estrellas del mundo fashion de la tele, la música y ese estilo dance que sigue sonando abajo, en la arena, donde el viento sopla y donde las tres rosarinas se ponen a pensar en las cosas que han cambiado con la mudanza: “Es que vos –dice Julieta, la licenciada en psicología del grupo– no te encontrás acá con cualquiera, está la misma gente que podría estar en el Este”.
Enseguida arma un listado:
–Las distancias acá son las mismas –dice ahora Ileana, la segunda odontóloga–: te tenés que mover en auto, esperar a la entrada de los boliches, tenés dance, no sé... Hasta el clima se parece.
Para una de sus amigas, en este sector de la costa donde no hay carpas sino terrazas con tragos, bosques, médanos, camionetas y muchos lentes coloreados de transparencias, son parecidos los chicos y hasta el empeño de las chicas a la hora de prepararse para salir a la playa. “Repose”, dice una, aunque su amiga no le cree demasiado. “¿Dónde repose? –quiere saber–, ¿allá o acá? Porque acá también es como que se re producen para venir a la playa.”
A unos metros, entre los cocacoleros, las terrazas y los sillones, alguien colocó una gran soga dividiendo las playas. De un lado está la tribu Coca-Cola de La Caseta extendida en uno de los colchones de aire sobre la arena. Del otro lado, están las rosarinas, los sillones más blancos, los bares dance y las terrazas instaladas sobre el predio de Abracadabra, uno de los balnearios donde el show off amontona fotógrafos, ricos, famosos y a los que miran de afuera. “Acá es como que te encontrás con los dos Rosarios –dice Ileana–, los que antes veías en Punta y los que nunca llegaban.”
De ese mismo lado del planeta dance está detenida Analía Mach, caso típico de las exiliadas del Este. “Todo me pasó, todo”, se resigna. “Me quedaron todos mis años de ahorros acorralados en el banco.” Por eso, el año pasado no viajó al Uruguay ni a ninguno de los destinos previstos. Cuando llegaron las medidas económicas, cambió los pocos dólares a mano y los planes del verano. “Estos días me levanto a la una, vengo a la playa, me voy a las siete, ceno y esperamos hasta las dos y media más o menos. De ahí nos vamos a Sobremonte o al Divino.” Esa especie de secuencia sin montajes se detiene unas pocas veces, cuando se da cuenta de que una parte de la película está fallada: “¿Cómo puede ser que de jueves a viernes –dice– te aumenten cincuenta centavos el agua mineral?”. El jueves pasado la pagó un peso, al otro día, mientras se acercaba el fin de semana, la misma agua, en la misma playa, costaba cincuenta por ciento más cara.
Al lado está Hernán Betty, su recompensa del último verano. Se vieron en una noche de disco de 2002; desde ese momento, ella, que es de Rosario, viaja a Buenos Aires cada quince días, el resto del tiempo se traslada él. En el verano las cosas son distintas, estas arenas funcionan como neutrales para Analía, para Hernán, pero también para cada uno de los nuevos habitantes de estos lugares. Aunque aún no hay datos oficiales, los operadores turísticos de Mar del Plata saben que la ciudad es una opción para quienes hasta ahora viajaban fuera del país. A esta altura del mes, el nivel de ocupación está semicompleto, pero sobre todo porque este año, por el regreso de estos sectores, hay menos oferta inmobiliaria que en otras épocas. “Volvió mucha gente, llegaron nuevos, hay extranjeros, pero volvieron también los propietarios que desde hace años alquilaban sus casas acá y con ese dinero se iban fuera del país”, explica ahora Julio César Ayala, consultor y especialista en turismo.
Ahora, mientras galopa el viento, el frío tuerce los cuerpos y el sol no se acuerda de acostarse sobre este lado del poniente, los vinilos siguen dando vuelta sin detenerse. Que nunca volvemos a Punta, dicen aquí, nadie lo cree. “Tal vez volvamos rápido”, dicen en el grupo de Paula Passola, las chicas del Normal de Quilmes que el año pasado estuvieron en Reñaca sólo porque habían comprado los dólares antes de la devaluación. “Nos fuimos igual, no lo pensamos.” Lo que sí pensaron después fueron cosas como éstas, que hasta cuándo será el verano acá dentro, que durante cuántos años sus padres no viajaron afuera. “¿Sabés qué creo? –pregunta una–, que vamos a irnos de vuelta ¿Cuándo? No sé...”
A unos metros de ahí, la soga sigue extendida dividiendo las dos playas. La tribu dance baila, los de Coca-Cola siguen recostados en un colchón. Hay hidromasajes, saunas, clases de yoga en las cercanías. El sol se pone igual. Sobre la soga, en ese terreno divisorio que no está en ninguno de los dos lados, están los otros, los que solo miran por un rato, los que no se animan a ponerse en ninguno de los dos lados, la otra parte de Rosario, los que nunca fueron a Punta pero forman parte del gran cordón.
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