SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Estudiantes de colegios públicos se movilizan reclamando medidas al Gobierno de la Ciudad Autónoma. El primer reflejo de éste es de neto corte pedagógico: un memorándum ordenando a las autoridades escolares identificar a los participantes y denunciarlos a la policía. La jueza Elena Liberatori declara nula la medida, definiendo la acción como “listas negras”.
En paralelo, Bullrich realiza tratativas con las chicas y chicos que tomaron 22 colegios, haciendo alarde de dialoguismo decontracté. El ministro, que tiene un tamaño ponderable, supondrá que puede aunar en su cuerpo al policía bueno y al policía malo. El ministro, como el jefe de Gobierno Mauricio Macri y tantos funcionarios de PRO, se formó en escuela y universidad privadas. El ministro tiene cero formación previa en la materia.
La medida divide aguas entre los padres y los propios alumnos. Los jóvenes decidieron las tomas en asambleas, donde prima la regla de la mayoría. No tienen derecho, clama el macrismo y a su zaga un batallón de comunicadores.
En varias radios y en los canales de cable C5N y América TV muchos periodistas tienen menos pruritos que Bullrich: hacen de policías malos. Un colega se enardece porque ve al hijo de un dirigente del Partido Obrero. Le grita al movilero y al cámara que lo busquen, que lo enfoquen. Es un sospechoso, a marcarlo.
El mismo hombre dialoga con una ciudadana menor de edad, representante de la movida. O más bien, la condena en trámite sumario. “A vos no te gusta estudiar”, esgrime. Rara pregunta en un reportaje. La chica banca mejor que muchos dirigentes de Primera A: lo mira a los ojos y le replica. “Me gusta estudiar, soy buena alumna, tengo buen promedio, no me llevé materias. No sé de dónde sacás que no me gusta.” Dialoguista él, el periodista traduce: “No te gusta estudiar”. Bueno.
El cronista persiste, interroga a un padre que está cerca de su hijo en una toma. “¿Usted sabe que hay gente del PO en la toma?” El PO, se escribe esto para politólogos noruegos recién llegados que pudieran leer esta nota, no es un símil de Al Qaida ni de las FARC. Es un partido legal, que no tiene representación parlamentaria nacional o porteña pero sí un peso sindical y en el movimiento de desocupados. El papá inquiere a qué viene la mención al PO. “El PO está llevando a su hijo de las narices”, se enfada el reportero, parafraseando por segunda vez el discurso dictatorial (¿usted sabe dónde está su hijo?). El padre se mantiene en sus trece, a su hijo nadie lo lleva de las narices. El entrevistador lo maltrata, le grita, lo interrumpe. ¿Los papás no eran “la gente”?
Otro formador de opinión alecciona a los chicos, se menciona como ejemplo. Alega haber estudiado en colegios en malas condiciones, sin calefacción. Y haberse quedado en el molde. El autor de esta columna saca las cuentas y supone que el susodicho habla de tiempos de dictadura, los invoca como paradigma.
Para quien los escucha, queda claro que no discuten la pertinencia de la medida de fuerza, aunque la aluden, sino el derecho de los jóvenes a participar. El autor de esta nota, que simpatiza de pálpito con la protesta, no desea acá hablar de ella. Sí subrayar que la irrupción en la ciudadanía de chicos pasionales a veces un poco altivos, hábiles para expresarse en los medios, le resulta confortante, un síntoma de una sociedad mejor.
La lucha estudiantil suele ser, en tantas latitudes, el ingreso a la participación política. Quien incursiona en esa arena se expone al error, al exceso, al cuestionamiento, a la pérdida de la mayoría o del consenso. A los avatares, en fin, de la vida pública. Sus razones quedan a criterio de la ciudadanía. Su derecho a implicarse, participar y movilizarse es digno de defensa y de aplauso.
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