Dom 12.09.2010

SOCIEDAD  › LAS SUBASTAS DE OBJETOS ANTIGUOS Y PIEZAS HISTORICAS

Una vida de remate

Volúmenes de bibliotecas inauditas, muebles dignos de museo, joyas con prestigios idos. Quién vende y quién compra en el curioso circuito de las piezas cuyo valor es lo irrepetible.

› Por Soledad Vallejos

La burbuja que envolvió con esplendor a algunos ricos porteños todavía se desperdiga de a poco. Lejos de las familias bien que los atesoraban, muebles, objetos de arte, libros adoptan aires de nobles en el exilio, despojados como están del marco cotidiano en el que conocieron el prestigio, envejecieron y se opacaron. En las semanas que pasaron, en estas que transcurren, durante algunos días unas piezas del rompecabezas se dejan ver lejos de su ámbito natural y acomodadas, como se puede, en escenografías que remedan su hábitat de otras épocas.

En las grandes casas de remate todavía queda algo de esas ambientaciones que acompañaron la vida cotidiana de las “familias conocidas”: muebles de una estancia Anchorena se mezclan con platerías coloniales de otra colección; un par de tiradores que usaba Facundo Quiroga espera comprador junto con una litografía realizada por Charles Henri Pellegrini cuando era tan joven que todavía no se había convertido en padre del dandy (y presidente) Carlos. Pero no sólo de lujo mobiliario, piezas de guardarropas célebres y obras de arte vive el placer de comprar lo único: también pasa con los libros. Sin ir más lejos, hace sólo un par de semanas, en poco más de dos horas se subastó parte de la exquisita biblioteca de Bonifacio del Carril. ¿Oportunidades? Por supuesto: un “Album de vistas y costumbres de la República Argentina” con litografías de un veneciano que desembarcó aquí durante la epidemia de fiebre amarilla, se enamoró del campo y se quedó, entre otras cosas, para ser profesor de Eduardo Sívori; salió a subasta con base de 18 mil dólares; el interés hizo que encontrara hogar a 54 mil.

En esas casas que, a veces, simulan hogares que no son, salones que nadie frecuenta y comedores que ya no conocen días de recibo pero pueden convertirse en sala de pujas una tarde, ya empezó la temporada. Desde hace unas semanas, y por algunas más –como remedando lo que la vida de sociedad deparaba para los albores de la primavera– los salones de las firmas Subastas Roldán, Naón & Cía., Casa Saráchaga y Bullrich Gaona Wernicke se esmeran para ofrecer lo mejor de sí.

Un largo camino a casa

Atravesar pasillos improvisados con bibliotecas y exhibidores vidriados tal vez sea sencillo, pero no alcanza para desentrañar qué hay tras el mundo lleno de piezas brillantes y a veces desvencijadas. Hay, sin embargo, algunas claves para atravesar el mar de volúmenes de bibliotecas inauditas, muebles dignos de museo, obras de arte modernas y no tanto, joyas con prestigios idos, tapicerías que ya nadie podría tramar, curiosidades y objetos de personajes cuyos nombres bautizan calles, plazas y momentos de la fundación institucional del país. Pero ¿cómo llegan todos esos objetos a estar en oferta?

“El proceso de recepción de obras es muy simple”, explica Sebastián Boccazzi, gerente de Subastas de Arte Roldán. En el comienzo, hay un particular o un comerciante que acude a través de la publicidad, “por el boca en boca (que es nuestro mejor medio receptor) o por recomendación de un ex comprador que ahora quiere desprenderse de la obra por alguna necesidad de cambio o económica”. Cualquiera de esas personas, “llaman y nos ofrecen las obras para la venta”. Se trata apenas de un contacto preliminar en el que “se le preguntan detalles de las obras ofrecidas”, una información que luego se comunica a un tasador especializado en ese tipo de material. En caso de interés por parte de la firma, se llama al dueño para ir a su casa a realizar una tasación. Cuando los objetos ofrecidos a la casa de subastas superan también esa prueba, “se fijan las condiciones para el retiro y su posterior venta en remate”.

Toda pieza, una vez retirada, es sometida a cierta verificación: la deben ver expertos, en ocasiones restauradores; se evalúa su autenticidad y su estado. “A veces –cuenta Boccazzi–, pasa que las obras son falsas”, por lo que es preciso comunicar la mala nueva al comprador y pedirle que la retire de la casa de remates. Mientras tanto, las piezas afortunadas que saltaron la valla para entrar en circulación empiezan a recibir tratamiento de estrellas: se las fotografía, se escriben sus referencias y pasan a formar parte del catálogo. Esa lista consagratoria, que además de una reseña de cada pieza suele incluir una estimación del precio base con que saldrá a remate, puede verse en Internet, pero también conseguirse en papel. Con el tiempo, algunos catálogos pueden llegar a convertirse en piezas preciadas, o al menos de referencia. Así de detallistas pueden ser los comentarios sobre las piezas que, tras cerca de una semana de exposición, salen a remate.

Boccazzi asegura que luego de la exposición “uno ya tiene idea de cómo va a venir la venta y cómo pueden ser las pujas de los lotes, pero, obviamente, siendo una subasta, siempre puede haber sorpresas o personajes que uno no conoce y que se destapan en el momento de la venta”. En algunos lotes se tiene especial confianza, porque “son muy buenos”. “Y si tienen un buen precio, uno interiormente sabe que se va a vender bien. La sorpresa sería si se vende sensacional.”

Crónica de un
remate anunciado

En un segundo llega el fin del mundo. El martillero no grita porque tiene micrófono, pero todos sus gestos son imperiosos, acalorados, vertiginosos. “Miren que después no se puede. ¡Es ahora o nunca!”, arenga desde la tarima, algo elevada, si la respuesta de la platea es tibia. En el 90 por ciento de los casos, el desafío es tan efectivo que alguien levanta el guante y se lleva la oferta. Como una letanía, la función empieza una y otra vez en cuestión de minutos, en cuanto el rematador sonríe e indica “lote número...”, a segundos de leer descripciones del catálogo. A su lado, como en un ballet permanente, tres empleados de la casa vestidos con delantales grises hacen desfilar silenciosamente los lotes sobre un pequeño atril convertido en escenario.

“Base de 20 mil dólares”, proclama el hombre del atril tras describir un ejemplar prácticamente único: el primer libro sobre el “viaje al Reino Dorado de Guinea”, una rareza en alemán editada en 1624. Para más INRI y valor, el volumen, editado en “pergamino gótico” y encuadernado junto con otra perla para bibliófilos (como se estilaba en otras épocas), trae ex libris del Carril. Veinte mil dólares para empezar a hablar, entonces, y la carrera se desata. “20... 21... 25”, enumera el martillero a medida que va detectando movimientos de cabezas y, eventualmente, alguna mano levantada. “38... ¿40?”, anima cuando la marea parece dispuesta a detenerse. No, 40 no, indica el movimiento de la cabeza del posible comprador. Se ha retirado. Pero al fondo la puja se reanima. “40... 42... 45 dicen acá.” Alguien más se baja. “50”, indica el hombre, pero uno de los competidores duda. Aunque ningún reloj marque los pasos, el tiempo apremia como si fuera una carrera. “Dígame no”, intima el hombre del atril. Una voz dice “no”. “Uno, dos... vendo en 50 mil... ¡tres! Vendí, se fue. ¿Nombre?”, pregunta para atribuir, en un segundo, la venta al feliz nuevo poseedor.

Otro lote no despierta simpatías. El martillero señala una, dos, tres veces, la base; lee la descripción; “¿vale?”, pregunta. Nadie responde, ninguna cabeza se mueve, ninguna mano se alza. “No está el comprador, pero vale”, sentencia. Retiran de la escena al no deseado. El show debe continuar y rapidito. “Vamos, hay que vender todo. No puede quedar nada, nada, nada.”

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