SOCIEDAD › RECUPERAN LAS PLAYAS DE LOS ACANTILADOS Y CRECEN LOS BARRIOS DEL SUR
Después de La Serena, camino a Miramar, están los últimos barrios marplatenses donde crecen las construcciones de chalets. Allí van los turistas que buscan más descanso que lujo, playas limpias, cabalgatas y parapente.
› Por Emilio Ruchansky
Desde Mar del Plata
Lejos del centro marplatense, pasando el faro y la reserva natural que bordea la costa, en la Ruta 11 que va a Miramar se abre un claro. De un lado está el mar, las dunas y los acantilados, del otro la llanura que fue poblándose en los últimos cuarenta años. La Serena es el primer barrio de este rincón, el único que tiene calles asfaltadas y comisaría. Más adelante, está San Patricio y luego San Carlos, donde pastan las vacas y merodean las jaurías. Allí, se ven muchas obras en construcción y algunos chalets, cuya edad solo puede calcularse por la altura de los árboles, sean pinos, eucaliptos o cipreses lambercianos, una especie traída por José Farat, un inmigrante sirio, pionero en la forestación de la zona. Durante las vacaciones, la zona sur se puebla de turistas y de marplatenses que, si no alquilan sus casas de fin de semana, las aprovechan. Hay pocos almacenes y están lejos. Entre San Patricio y Costa Azul, por ejemplo, hay uno solo, sobre la calle 5, por la que pasa el único colectivo que llega hasta aquí, el 511. Por eso, cada tanto anda un camión que ofrece verduras por los altavoces y hasta no hace mucho, todas las mañanas pasaba el carro de Don Luro, el lechero, que tiene tambo en los fondos, donde abundan las quintas que proveen frutas y verduras a la ciudad.
Entre los matorrales hay lauchas, sapos, liebres y comadrejas. También se ve una variada cantidad de pájaros: chingolitos, calandrias, horneros, chimangos, tijeretas, palomones, perdices, pechitos colorados, colibríes, renegridos, teros, benteveos, lechuzas y, más alto, las gaviotas que cada tarde vuelan al mar. “Por ahora es todo campo, si llega mucha gente como en La Serena o San Patricio, me voy”, dice Martín Serenelli, un guardavida marplatense, amante del surf, que se estableció hace 10 años en San Carlos, con su esposa y sus dos hijos.
La casita donde vive la construyó su abuelo, Don Mateo, en la calle 475, entre 7 y 9, a principios de los ’80, justo al lado de uno de los chalets más antiguos, el de Gerónimo Carabelli, que había llegado 10 años antes. Este albañil, oriundo de Morón, compró dos lotes, los rodeó con pinos y construyó, de a piezas, la casa que ocupa parte del frente del terreno. Por el aislamiento mismo de esa época, esa casa tiene un tanque que colecta agua de lluvia, cocina a leña y salamandra, objeto común de muchas de las primeras casas de San Carlos, Costa Azul y Los Acantilados.
“Este lugar estuvo mucho tiempo descuidado por las autoridades, creció porque la gente de acá ama la naturaleza y muchos que tenían su chalet para veranear o hacerse una escapada, se vinieron a vivir. Los turistas que alquilan en temporada no buscan lujo, sino un buen descanso”, dice Héctor Rodríguez, un vecino que heredó la inmobiliaria que fundó su padre en el ’67. “En esa época, el acantilado estaba cubierto por médanos gigantescos y se podía bajar a la playa a caballo”, recuerda.
A diferencia de San Carlos, donde los ranchos prosperaron y se transformaron en chalets, Los Acantilados tiene una historia ligada al jet-set y a los turistas más ricos, que solían alojarse en algunas de las 35 habitaciones del hotel Castillo, de cinco estrellas (hoy con cartel de alquiler) en la esquina de 24 y 3. La construcción es una réplica de un castillo de la Siria natal de José Farat y Rodríguez asegura que, en su esplendor, allá por los ’50, “los camareros de guante blanco caminaban por el médano y bajaban hasta el mar para llevar copas de champagne a los huéspedes”.
Del sirio Farat también era el terreno en el que está el lujoso Golf Club de Los Acantilados, al fondo de la calle principal, la 3. Sobre ese camino asfaltado están las casas más caras, con alquileres que trepan a seis mil pesos por quincena. “Claro que también se puede conseguir algo por tres mil pesos y menos todavía si es en San Carlos”, aclara Rodríguez. El lugar conserva su valor, dice, aunque tenga poca playa después de que en 1971 “un temporal que fue como un tsunami” borró las construcciones de hormigón de varios balnearios de la costa. A fines de los ’80, se construyó un ascensor para poder bajar a la playa desde los acantilados. Aunque está fuera de servicio, soportó temporales como el del ’97. Con los años, las playas del lugar, propiedad de la familia Peralta Ramos, fueron perdiendo terreno ante el mar, al punto de que ya no hay servicios de carpas. Las bajadas a la playa son comidas constantemente por el mar, al igual que los balnearios y muchos restaurantes, que deben ser reconstruidos casi todos los años antes de la temporada.
Sobre las rocas del acantilado crece el berro y se esconden las palomas. Las piedras que el mar le arranca terminan incrustadas en la arena. Son un reservorio de ostras y musgos, con huecos donde se posan piedras y caracoles; por eso, cada mañana pasan los artesanos recogiendo lo que allí deja la marea. Por momentos, se ven restos de autos carcomidos por el mar, que delatan el lado B de esos acantilados, escenario de suicidios y de crímenes.
Y durante todo el año, al borde de los acantilados, cientos de parejas locales estacionan sus autos para pasar una noche romántica.
Según calcula María Esther Fernández, presidenta de la Sociedad de Fomento de Los Acantilados, entre ese barrio y San Carlos viven 200 familias. “Lo que me sorprende de estos últimos años es que se construya tanto, toda gente de Capital Federal, del conurbano bonaerense y de Mar del Plata que se hace su casa de verano”, dice. Las atracciones turísticas, agrega, siguen siendo las playas por lo limpias que están pero también las cabalgatas o volar en parapente desde los acantilados.
“Yo valoro sobre todo el verde y la tranquilidad”, dice Fernández, que vivía en el centro de Mar del Plata y se mudó a los barrios del sur por su trabajo. Año a año, ella ve cómo muchos marplatenses se refugian allí durante el verano, cuando se sienten invadidos por los turistas. “Este lugar es un caso especial”, asegura.
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