SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Adriana Clemente *
La ciudad de Buenos Aires, aunque con desigualdades territoriales de larga data, supo tener una significativa tradición de inversión en materia social, producto tanto de su disponibilidad presupuestaria como megaciudad, como de su tradición progresista. Hoy las reformas impulsadas por la gestión de Macri en materia social hacen de la CABA un caso testigo para constatar cómo las políticas sociales expresan el modo en que un gobierno entiende la integración de su sociedad. Por concepto, las políticas sociales son un instrumento compensatorio de las desigualdades que genera el propio sistema. Cuando mayores son las restricciones del mercado de trabajo, mayor es la necesidad de intervención del Estado en clave de subsidio (directo o indirecto) para los sectores con menos posibilidades y peores condiciones de inserción laboral.
La recuperación de los hogares afectados por múltiples déficit a lo largo del tiempo es lenta, compleja y desigual según la situación de partida. La primera recuperación es la del consumo básico (alimentos, indumentaria), pero el resto de mejoras que refieren a la calidad de vida –acceso a la vivienda, mayores niveles de educación y calificación laboral– suponen la suma de intervenciones reparatorias y la capacidad de sedimentar progresos hasta que logra cambiar la tendencia de los indicadores de riesgo en la familia y su entorno. En tal sentido, cuando el Estado no interviene, los daños de la pobreza se tornan irreparables. Curiosamente, y según las declaraciones recientes del jefe de Gobierno porteño, el problema de la pobreza en la ciudad se explica por el aumento de los inmigrantes de países limítrofes y de la población del conurbano, que si bien pueden trabajar y consumir en la ciudad, no deberían vivir y mucho menos utilizar sus servicios públicos. Se trata de una idea de ciudad al estilo barrio privado, cuya hipótesis es que en la medida en que se brinda asistencia se promueve la estancia y “migración descontrolada” de pobres. La idea de que los pobres vienen de “afuera” y producen “gastos”, además de discriminatoria, desconoce cómo participa este sector de la economía de la ciudad y cómo contribuye con su trabajo precarizado a maximizar ganancias de los mismos sectores que los señalan como flagelo.
Es una falacia atribuir a supuestas restricciones financieras el modo en que el gobierno de la ciudad más rica del país subejecuta su presupuesto para políticas sociales a partir del supuesto de que la política social es un gasto evitable y que los pobres se erradican a partir de no prestarles asistencia. Esta concepción perimida de la política social del gobierno porteño se expresa en el empeoramiento de indicadores sociales, la subejecución del gasto social y el veto de iniciativas destinadas a disminuir la brecha social en los campos más castigados, como son la salud, la vivienda y la protección de niños y jóvenes.
En cuanto al empeoramiento de indicadores sociales, el caso paradigmático es el aumento de la mortalidad infantil en proporción inversa a su disminución en todo el país. Este aspecto no se correlaciona con la subejecución del Programa Nacional Nacer destinado a atacar este flagelo. Según un informe del Ministerio de Salud (2010), en dos años de ejecución este programa sólo alcanzó al 10 por ciento de su población, objetivo que era de 72 mil beneficiarios.
El caso de la política habitacional combina aspectos jurídicos, presupuestarios y legislativos agravados por la magnitud del déficit habitacional en la ciudad. Según el informe Buenos Aires sin Techo (2010), más de 15 mil personas viven en inquilinatos y pensiones, 12 mil en asentamientos y 170 mil en villas de emergencia. Como contrasentido, el Instituto de la Vivienda en noviembre del mismo año sólo había ejecutado el 18,6 por ciento de su presupuesto.
A su vez, las familias en situación de calle crecieron de manera exponencial en relación con las políticas de desalojo (10 por día en los dos primeros años de gobierno) y la no renovación de subsidios para el albergue temporal de familias de bajos ingresos. En consecuencia, no es que hay más pobres en la ciudad, sino que hay menos recursos para atender la demanda de vivienda de los más pobres, a la vez que se facilita la generación de nuevos casos. Es posible afirmar que se trata no sólo de favorecer la expansión del mercado inmobiliario, sino principalmente de materializar la idea de que la vivienda social no debe ser parte de la agenda del Estado, política ampliamente difundida en los ’90.
Finalmente, y como un ejemplo más del vaciamiento de la institución de política social en la ciudad, en febrero de este año se consigna el veto de una ley destinada a crear un programa de inclusión laboral para jóvenes víctimas del consumo de paco. Este caso, aunque justificado en tecnicismos, expresa de manera dramática cómo se enlistan las prioridades a la hora de pensar en los jóvenes pobres, foco principal de la política de seguridad del Gobierno de la Ciudad.
La puesta en acción de la idea victoriana sobre pobres no merecedores que recrea el Gobierno de la Ciudad es un retroceso para la sociedad en su conjunto. Al momento de evaluar un gobierno, el gasto social y su direccionamiento exponen las tensiones ideológicas y prácticas que se dan entre crecimiento económico y mecanismo de redistribución de la riqueza, ecuación que el gobierno nacional viene mejorando desde el 2003 y que el Gobierno de la Ciudad resuelve por omisión. ¿Cómo le explicamos al jefe de Gobierno de la Ciudad y a su gabinete que los pobres no son el problema de la ciudad, sino que el problema es el modelo que ellos representan?
* Vicedecana de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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