Dom 16.03.2003

SOCIEDAD  › EL TESTIMONIO DE UNA MADRE Y SU HIJA, AMBAS EMPUJADAS A LA PROSTITUCION POR EL HAMBRE

Segunda generación

Flavia se decidió cuando su hijo de un año lloraba de hambre. Tenía 16 años y salió a la ruta de Río Cuarto, como antes lo había hecho su madre. Aquí, el relato de una y otra. Y el testimonio de un hombre dedicado a la trata de blancas.

› Por Alejandra Dandan

Dice Flavia:
–Mi mamá no quiere que lo haga más...
Dice Marta:
–Estoy segura de que mi hija se va ir de vuelta.
Flavia estuvo hasta hace dos semanas en General Pico; un miércoles, el dueño de un cabaret local la cargó en el auto para llevársela a Macachín, uno de los pueblos cercanos. Durante ese tiempo, su madre seguía sus rastros a través de una línea de teléfono. Flavia llamaba regularmente, como siempre, como lo hacía cada vez que salía de su casa, como había aprendido a hacerlo hacía poco más de un año, el día que uno de sus tíos pasó a buscarla por su casa, le pidió permiso a su mamá y se la llevó a trabajar a uno de los prostíbulos de Villegas. Ahora, madre e hija volvieron a juntarse, viven donde siempre, en Río Cuarto, al sur de la provincia de Córdoba. Desde ese lugar cuentan, paso a paso, los detalles de esa historia, de lo que para ellas es una de las alternativas de ganarle subsistencia a la vida y de lo que los especialistas definen a secas como explotación sexual infantil.
Su historia, la de Marta y la de quien en esta nota cuenta desde adentro el negocio de la trata de blancas en el país, dan cuenta de uno de los fenómenos denunciados por Unicef desde hace años. Son los casos de los niños y niñas prostituidas, aquellas situaciones que los especialistas encuadran dentro de la explotación infantil. En los últimos años, estos casos, las cantidades, la visibilidad, crecen con los parámetros de la crisis. Durante la presidencia de Fernando de la Rúa, el área de Trabajo Infantil del Ministerio de Trabajo aseguraba que había un nuevo emergente que comenzaba a observarse en los pueblos más pobres del interior del país. Esos casos eran los nuevos roles que adquirían los chicos en la estructura familiar, donde el trabajo de ellos comenzaba a establecerse como estrategia de supervivencia doméstica. Esos trabajos eran y son de distinto tipo: entre ellos está la prostitución, encarada de las maneras más diversas como parte habitual de la economía doméstica.
Yo prefiero ir yo
En este momento, Marta trabaja cuatro horas limpiando uno de los consejos vecinales de su barrio. Después de tanto molestar, alguien terminó dándole uno de los planes de Jefas y Jefes, 150 pesos por mes y la sensación de estar sirviendo para algo. Sólo por eso de estar y hacerse presente cada tanto, consigue unas extras los sábados a la noche, cuando se alquila la sala del centro vecinal para una fiesta.
–Y yo la entiendo a mi hija –dice la mujer, ahora sentada en los fondos del centro, en un parque, retirada de los chicos que alborotan un arenero–. No quería que hiciera esto. Yo prefiero yo, así con 47 años que tengo, salir yo y hacerlo yo, pero no mis hijos. Prefiero ir yo en vez de ella, pero esto pasa desde hace dos años.
Flavia tenía 16 años cuando empezó. Era tan grande como sus amigas del barrio, como las chicas que conoció las primeras noches en la ruta del pueblo y tan grande como su prima que desde hacía meses sabía cómo se hacían estas cosas. “Mi prima estaba en la misma situación que yo –dice ahora Flavia–: en ese momento, mi mamá no tenía trabajo y salía a pedir y no tenía suerte. A mí me dolía porque ella siempre sale a pedir, pero no es de esas mujeres que te llevan y esperan en la otra esquina. A mí me sirvió, porque era de poner la cara con nosotros.”
A esa altura, en la casa de Flavia había cinco chicos menores de edad, estaban su madre, su hermana más grande, sus hermanos más chicos y su hijo, que en ese momento acababa de cumplir un año. “Yo ya estaba más grande, mi hermana también, y entonces agarré. Cuando mi nene tuvo un añito estaba bien de peso, pero necesitaba comida y pasaban dos semanas y no tenía nada que darle.”
La prima de Flavia vivía en la casa de al lado. Salía a la ruta todas las tardes, a eso de las seis, y volvía a su casa después de la una. Era una de sus mejores amigas. Una de esos días se juntaron, hablaron y Flavia empezó a escucharla: “Mirá –le dijo su prima–, no te va a quedar otra que venir”. Flavia ahora explica: “Yo necesitaba para darle de comer a mi hijo. Y entonces yo lloraba y le dije a mi mamá: ‘No me interesa, yo me baño, me voy a conseguir plata para darle algo de comer al Agustín. A mí no me importa, le dije: ¿sabés lo que es que no puedo ver que el Agus llore de hambre?”.
Ese día eran como las siete de la tarde. Flavia se bañó, se cambió y caminó hasta el centro.
Servicio de a dos
“Ese día trabajé bien –dice Flavia–, volví como a las dos de la mañana, yo lloraba. Entré a casa, mi mamá estaba acostada, pero no se había dormido, yo me senté en la cama para decirle que me había ganado 70 pesos.”
Ese primer día Flavia no sabía cómo empezar. Poco después de salir de su casa, cuando ya estaba en la calle, buscó la parada de su prima para quedarse con ella. La parada estaba en un rincón del bulevar del centro de Río Cuarto, una de las avenidas rodeada de moteles donde todas las noches había mujeres y travestis esperando para trabajar. En aquella calle, la prima de Flavia tenía su lugar. Apenas se juntaron, ella le propuso una idea: “Yo sé cómo sos vos, me dijo –cuenta Flavia–, yo sé que no te vas a animar, vamos a hacer una cosa, ¿de acuerdo?”. Y le explicó. Durante esa noche trabajaron juntas. Cuando frenó el primer auto, la prima de Flavia le advirtió al conductor que en ese puesto las chicas no trabajaban de a una sino de a dos.
–Se paró un tipo –dice Flavia– y lo convenció de que íbamos las dos, fuimos a un motel y yo no sabía qué hacer. Mi prima me decía sacate la ropa, pero yo nada. No sabía, era como que no me animaba. Y me dijo: “Perdoname lo que te voy a decir: pero pensá en tu hijo, pensá que ahora hacés así y mañana va a tener qué comer”.
Cuando Unicef Argentina comenzó a trabajar el tema de la prostitución infantil en el país, varios especialistas recogieron este tipo de experiencias en distintas provincias. El acercamiento de los niños a situaciones de este tipo suele producirse por contactos o relaciones parecidas. Los que reclutan a las mujeres pueden ser comerciantes del sexo, pueden ser cafishios, pero la mayoría de ellas comienza como una propuesta de referentes más cercanos. Esa habilitación más cercana suele parecerse a esas lágrimas de Marta, a ese abrazo fuerte que le dio a Flavia cuando volvió a su casa después del primer día de trabajo.
Cierta vez, hace muchos años, a Marta se le ocurrió irse de su pueblo para trabajar en la calle. Ya se había casado y separado dos o tres veces, ya había aprendido de los dolores de las mujeres golpeadas, ya había probado suerte en Buenos Aires, ya había quedado abandonada en alguna de las calles de Dock Sud. “Cabrera era un pueblito –dice Marta, que sigue sentada en medio del jardín–. Me fui para que no me vieran trabajar acá, para que no me viera mi familia, que no dijeran nada de mí, pero a mí no me importaba nada, porque ni mi mamá ni mis hermanos se preocupaban de mis hijos.”
Al cabo de un tiempo regresó. Volvió al mismo barrio donde vivía, siguió buscando trabajo, siguió caminando todas las tardes por las calles delcentro, recorriendo negocios, pidiendo comida, buscando punteros, médicos, enfermeras o parroquias para conseguir comida. En esa misma casa ahora están algunos de sus hijos, está su nieto que ya tiene dos años y está aquel otro, ese que crece desde hace tres meses en la panza de Flavia. En esa misma casa, Marta se encontró una tarde a su hija más chica con un dolor fuerte entre las piernas. En ese mismo lugar, pocas horas más tarde, conoció los detalles de una historia de abuso sexual y enseguida encadenó varios capítulos de la vida de sus hijas detrás de ese abuso. Desde aquel momento, su hermano paga una condena de ocho años en prisión por repetir de grande los mismos síntomas que habían comenzado con ella misma, cuarenta años atrás.
–¿Acá en el barrio? –pregunta ella–. ¿Trabajo como cualquier otro que le dicen? No hay. Ahora es más que antes, yo veo ahora las chicas jovencitas, tengo a mi prima con una hija de 19 que trabaja. Ella salió pero el esposo sigue, sigue buscando chicas, buscan chicas jovencitas ellos, porque saben que les van a dar más.
Villegas, primera estación
El esposo de aquella prima de Marta visitó su casa hace algo más de un año. Llegó preguntando por Flavia. Quería llevarla a Villegas a trabajar al bar de unos amigos. El lugar era El Oasis, estaba cerca de una de las entradas del pueblo, era una especie de bar, con mesas de pool, con salón, una gran cocina y apenas dos habitaciones con camas de dos plazas. Las chicas podían trabajar vestidas, con remera y un jean, y la ubicación aseguraba una buena circulación de clientes, explicó, especialmente entre los camioneros. Si Marta aceptaba y autorizaba la partida de Flavia, él podía dejarle algo de plata para los chicos y para Agustín, era dinero adelantado por lo que ella iba a ganar.
–Yo no sabía bien cómo era el trabajo –dice ahora Flavia, que está de vuelta en su casa–, pero él me explicó. Por cada chica que llevaba, el dueño le daba 50 o 100 pesos depende de cómo era la chica... Si la chica tiene lindo cuerpo, es bonita, le pagan 100, a él, que la lleva.
Esa misma tarde, Flavia partió para la primera de las cinco ciudades que recorrió durante este año. “Mi tío le dijo a mi mamá que le podía dejar plata para el nene y que después yo cuando trabajara bien, le iba a hacer giros en la semana y después ellos me iban a descontar la plata que le dejaran acá.”
Con Flavia se fue su prima, también alguna otra chica del lugar. Cuando llegaron a Villegas, su tío las presentó al dueño de la casa. Flavia estaba tranquila, pero durante los primeros días seguía desconfiando. Alguna de sus viejas amigas le había contado de un viaje parecido donde la dueña del lugar cerraba las piezas con candados desde afuera, casi como en un cuartel. Pero en Villegas las cosas no fueron así, eran distintas.
–Había una señora encargada y otra chica, pero ellos no eran como otros boliches, eran buenos. Tenías tu día para salir, pero tenías que respetar el horario. Tenías que portarte bien, no te podías andar peleando o andar con cuentos de acá y allá. Vos salías a pasear y a las cinco tenías que estar de vuelta. El dueño era bueno...
–¿Por qué bueno?
–El te dejaba salir por ejemplo todos los días al centro, a dar una vuelta, a tomar un helado, a comprar ropa pero tenías que estar a las cinco de vuelta. Ellos te llamaban al remise, la encargada lo llamaba. La ropa te descontaban, pero en otros lados te descontaban más.
Durante el tiempo que permaneció en Villegas, consiguió todo lo que habían prometido. La casa le daba el 50 por ciento de las copas que consumían los clientes y 50 por ciento de lo que pagaban por sus pases, esa forma que tiene este mundo de nombrar las veces que una chica entra a un cuarto con un hombre.
Flavia no es paraguaya, no es brasileña ni dominicana. Volvió a su casa de Río Cuarto hace ahora 21 días. Acaba de cumplir 18 años, está embarazada de su segundo hijo, trabaja como prostituta desde hace dos años y en los últimos doce meses, mientras era menor de edad, recorrió cinco prostíbulos de este lado de la frontera.
–Yo cuando me fui tenía 17, mi amiga tenía 18, mi prima también.
–¿Hay chicas más chicas?
–Sí, la mayoría de las chicas de afuera que yo he conocido tenían 15, 16, 17. Algunas eran más grandes.
Algunas eran más grandes.

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