SOCIEDAD › UN REFUGIO PARA DIAS DE LLUVIA Y DIVERSION FAMILIAR EN LA COSTA
Dicen en Villa Gesell que ya no se hace la previa con los bolos, que ahora se hace en los departamentos. Y que ahora van muchos a jugar en plan familiar. Tanto, que hay un local que no admite viseras ni más de una cerveza. El bowling, ese juego que resiste.
› Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
La playa es lo último que se pierde. Y sin embargo hay tardes imposibles, que terminan por torcer el brazo a las pequeñas multitudes valientes que se instalan en la arena aunque las nubes blancas, grises, casi negras avanzan en el cielo desde temprano en la mañana. Hay días en que, además de todo eso, el verano parece sólo un recuerdo lejano y los lugares bajo techo del centro hierven. Claro que para preservar el calor humano algunos espacios tienen reglas estrictas. A metros de la avenida 3, Kenka Bowling Club, el primer piso con seis canchas de bolos lustradísimas como si fuera el primer día, es uno de los participantes del rigor. Lo advierte un cartel en el umbral de planta baja, a centímetros de las escaleras algo empinadas: “Prohibido la entrada de motos”. Escalones arriba, antes de traspasar la puerta definitiva, otro cartel remacha: “Se prohíbe la entrada a toda persona con visera a este establecimiento”. Así y todo, una tarde de lluvia el público no se hace rogar. Eso son los ruidos sordos que emergían desde la ventana: bolos rodando por la pista, bolos golpeando palos, palos cayendo, pasitos corriendo por la pista antes de dar un saltito, bolos rodando por la canaleta.
Va llegando la hora de la merienda, pero Cacho (“bueno, Damián Ferrer, pero por ese nombre no me conoce nadie”) sabe que en enero hay que obedecer a la lluvia. Por eso hoy, en lugar de al caer el sol, abre a la tarde.
Porque los veraneantes en algo tienen que ocupar el tiempo y, ahora que “la sociedad cambió”, al bowling no le queda más que adaptarse. No es, todavía, un gentío el que completa laboriosamente líneas a fuerza de yerros descomunales, algún medio strike, unos cuantos yerros memorables y bastante tiempo que se va mientras afuera podría caerse el mundo.
Aquí dentro basta la música (que hila, cuándo no, un hit brasileño con sonido a verano, un re-ggaetón, la cumbia sobre una vecinita pícara, y así), un bar nutrido con lo justo, dos mesas de pool, un retrato a pincel de Carlos Gesell, una tele siempre encendida en señal deportiva y fotos y cuadros y cuadritos que dan cuenta del arraigo que el bowling tiene en la Villa. En el salón, explica Cacho, las mesas son pocas porque “lo que importa es el deporte”.
“Si alguno viene y quiere tomar más de dos cervezas, no le vendo. No, no. Para alcoholizarse, que vaya a otro lado”, dice, enfático, Cacho, y el flequillo gris, pobladísimo, barre de un lado a otro el marco de los anteojos. Sobre la pared, forrada con maderas, espejada por tramos, se despliegan fotos, diplomas, botellas. Afuera termina de llover. Adentro, un grupo de tres chicos termina de jugar una línea. Antes, dice Cacho, un día cualquiera de verano a esta ahora, la lluvia hubiera convertido el lugar en un mundo. ¿Antes cuándo? “Hace seis, cinco años. En los ’90 te diría fue la transición.”
–¿Y qué pasó?
–Bueno, ahora están las previas en los departamentos, no en los boliches. Antes venían acá, jugaban un rato, después se iban. Pero ahora los pibes ya caen borrachos al boliche. Por acá ni pasan. Las que sí vienen son las familias. Pero más del interior. El del interior es más conservador.
Esta tarde tal vez no. Pero en unas horas, entrada la noche, cuando por la peatonal se entreveren artistas ambulantes, tarjeteros recién llegados a la adolescencia, familias numerosas, familias no tan grandes y adolescentes en sus primeras incursiones veraniegas sin adultos a la vista, el panorama en el primer piso será otro.
Detrás de las mesitas con vista al horizonte de palos habrá grupos de chicas, de chicos, alguna familia. Allá, al final de la pista, al final de la canaleta que separa el talento deportivo de la llanura, debajo del tablero que marca los puntos, de noche también hay vida: a veces, entre las ventanitas donde los palos aguardan, estoicos, los strikes, pasan piernas, alguna zapatilla, brazos, piernas de parapalos más preocupados por mantener la efectividad de su tarea que por alentar la mística en torno de esas bambalinas.
En este salón ahora atestado de grupos en torno de las mesas de pool, de observadores en las sillas ubicadas tarima arriba, detrás de las mesitas con los puntajes de cada jugada, los resultados de cada línea, también hay público. En la última mesita de jugadores, donde una chica flaquita y menuda causa estragos con cada bola ante el silencio manso de sus compañeros, alguno de los espacios ad hoc vela por un chopp de cerveza. En la anteúltima, en cambio, un grupo de chicas de quince, dieciséis, de tacos, minivestidos, maquillaje y actitud prebolichera, alternan bolos con smartphones. Juegan sin pasión, pero sin pausa.
–¿Por qué está prohibido entrar con visera?
–Porque es un público distinto. El que está con visera no viene por el deporte. Juega al pool como mucho, no al bowling. Entonces, las familias, si cuando suben la escalera lo primero que ven es a uno con visera, agarran y se van. Ni pasan. Si son varios, ese día tenés el bowling vacío. Así que acá, si quieren quedarse, tienen que sacarse el gorrito antes de entrar. Por el deporte.
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