SOCIEDAD › LA REACCION COLECTIVA ANTE EL TERREMOTO
› Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D. F.
Hay que tener cierta edad para no inmutarse con más de 30 temblores de entre 3,9 y 5,4 grados Richter en sólo 12 horas. Pero el que precedió a todos esos, el sismo del martes a mediodía, con sus 7,8 grados, alcanzó la categoría de terremoto según la escala del miedo colectivo que desalojó a miles de edificios sin que se reportara un solo incidente, más allá del llanto no siempre contenido. Antes de esa magnitud, es la costumbre la que reacciona: 150 temblores mayores a 6,5 grados en el último siglo (seis de ellos arriba de 8 grados) nos han curtido para llamar terremoto sólo a aquella sacudida que rebase los 7,7 grados, como el de la madrugada del 28 de julio de 1957, cuando el Angel de la Independencia perdió el equilibrio y quedó degollado en la caída, en pleno Paseo de la Reforma, y contamos casi un millar de muertos entre decenas de construcciones destruidas. Los gringos registraron aquel terremoto como de 7,9, la misma magnitud que nos dieron el martes pasado. Para alivio de todos, que empezamos a temer una nueva tragedia, la ciudad sobrevivió ahora con apenas unas cuantas cicatrices nuevas y ni un solo muerto.
Cultura sísmica, le llaman los expertos. Memoria, decimos los que temblamos de miedo cada vez que nos mueven el piso de esta forma.
Yo no había vuelto a fugarme de mi departamento desde el terremoto del 19 de septiembre de 1985, con sus 8,1 grados Richter (y de nuevo en alguna de sus más fuertes réplicas, días después). Ahora de-salojé por delante a mi esposa y a la señora que un par de veces por semana reordena nuestro caos, antes de encontrar algo que ponerme para no salir en bata de baño. No era para menos; después supe que este ha sido el terremoto más fuerte en la ciudad de México desde el de 1985.
Hace poco más de un cuarto de siglo, mis piernas volaron por las escaleras hasta ponerme en la calle aun antes de que terminara de desgarrarse el corazón del país. Ahora, la memoria bajó más rápido que yo los (otra vez) dos pisos que me separaban de la ilusión de seguridad. En 1985, viviendo en pleno centro de la capital, me cubrió de tierra el derrumbe de algunos edificios alrededor del mío, Tlatelolco y su drama apenas a un kilómetro de distancia. Me convertí en vecino de la muerte desde que un año antes llegué a vivir en ese edificio, contiguo a una delegación policiaca, la morgue en la puerta de al lado. Discreta, sólo notaba su presencia por los rostros contritos de los deudos. No conocí su perfume sino cuando faltó hielo para preservar los cadáveres sin nombre, apilados cada uno sobre la desgracia de otro.
El terremoto de 1985 nos graduó a los capitalinos como ciudadanos cuando debimos sacudirnos el pasmo gubernamental y hacernos cargo del rescate de nuestros desconocidos. Ahora que ha vuelto a temblar impera el orden entre los que evacúan todos los edificios públicos, entrenados para lo impensable. No hace falta ser burócrata para participar en simulacros de la desgracia; quienes vivimos aquí sabemos que es cuestión de tiempo para que ocurra otra vez. No fue ahora, para alivio de mi vecina, que baja tres pisos cargando en brazos ese pedazo suyo que parió hace apenas 16 días, mientras crujen los ventanales de nuestro edificio.
Sin importar el rumbo de la ciudad, la calle es refugio para casi todo el mundo, así sea nada más para caminar como zombies por un largo rato. Sin teléfonos funcionando, el jefe de Gobierno twittea, eficaz, mientras cada quién recurre a los SMS, a Twitter y a Facebook para saberse a salvo. El tránsito vehícular está detenido por un instante, y pienso en el segundo piso que construyeron sobre Periférico, cuatro o hasta ocho carriles vehiculares levantados por sobre el equivalente a un edificio de entre seis y hasta 10 pisos, sostenidos por gruesos pilares cada tantos metros. Cómo no conjurar Chile, Haití o las imágenes del último terremoto en San Francisco, hace no tanto, con esos free ways colapsados, autos y vidas prensados.
Sí, hay que tener cierta edad para saber lo que nos puede hacer un terremoto en la ciudad de México; para que nuestro sismógrafo no esté en la UNAM, sino en el recuerdo; para que una alucinación olfativa me haga pasar de nuevo por aquella morgue; para no poder olvidar nada. Termino de escribir este texto apenas 24 horas después del terremoto del martes. Han pasado 26 años, seis meses y un día del terremoto de 1985, y yo todavía tengo polvo en la memoria.
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