SOCIEDAD
La basura inunda Santa Fe y los vecinos del relleno no la quieren
A diario, una procesión de camiones llega al relleno sanitario, dejando una estela irrespirable y cantidad de residuos a su paso. Los vecinos se quejan por el mal olor y temen el contagio de enfermedades. Ayer hicieron un piquete en señal de protesta.
› Por Marta Dillon
Desde Santa Fe
La procesión de camiones se entierra en el barro con paso lento y bamboleante. Dejan a su paso una estela de hedor y unas cuantas piezas informes, bañadas en lodo, que se caen de los acoplados a cielo abierto. Los restos que las casas inundadas escupen y ahora viajan en transportes de basura van quedando como huellas en la avenida Gorriti que cruza Santa Fe de sur a norte. Son tantos los vehículos que transportan residuos que el último kilómetro antes del relleno sanitario, donde van a descargar, les lleva una o dos horas para recorrerlo. Ayer, incluso, el tránsito se detuvo a las tres de la tarde. Los vecinos de los barrios Favorita y Urquiza hicieron un piquete en el acceso, en protesta por esa carga que se pierde en el camino y que intuyen tan peligrosa como armas químicas. Sin embargo, es urgente retirar la basura, la lluvia es débil pero tenaz y no se puede permitir que se tapen las bocas de tormenta.
El tratamiento de la basura fue la prioridad del Comité de Crisis en los últimos dos días. Se habló de la posibilidad de llevarla a los márgenes del río Paraná para después transportarla en barcos a una isleta, de buscar un lugar alternativo para compactarla antes de llegar al relleno sanitario, hasta de incinerarla. La última sería una opción ideal según los expertos como Carlos Zapata, coordinador del área de saneamiento de la Universidad del Litoral; pero es demasiado onerosa. La opción, entonces, es saturar un relleno sanitario que está recibiendo en un día lo que en circunstancias normales tomaría diez. “Siempre hay un riesgo potencial –dice Zapata–, para que sea efectivo la gente tendría que tomar contacto con los residuos.” Y eso es lo que sucede cuando los camiones pierden parte de su carga en el camino.
Para colmo, la lluvia. El camino de tierra que lleva al relleno sanitario es una alfombra de barro en la que los pies se hunden hasta el tobillo a cada paso. No es posible saber cuánto va a resistir. El tránsito intenso de los últimos días lo ha erosionado y las máquinas que intentan alisarlo vuelven más lenta la procesión de la basura. Los vecinos de esta zona en la que la ciudad se convierte en una sucesión de quintas frutihortícolas están indignados, el olor se cuela en sus casas y los restos que caen de los acoplados y desparraman los cientos de perros sueltos que dejó la inundación amenazan la producción. Es como si la catástrofe quisiera repartir a todos un poco. El intendente Marcelo Alvarez tuvo que suplicar por televisión para que se levanten los piquetes y dispuso que en las zonas no afectadas, la basura se saque cada dos días. De ese modo, dijo, en 30 días podría limpiarse toda la ciudad.
Al menos lo que se ve. Lo que no se ve, la napa freática que empuja el suelo y pugna por buscar la superficie, esa amenaza no se puede desbaratar. El mapa social de la inundación es claro: sobre la margen del río Salado se ubicaba el 80 por ciento de la población indigente de Santa Fe. Hacia el este hay dos franjas más afectadas que en los mapas se señala en azul y rojo. La primera pertenece a la clase media y media baja, la segunda, media y media alta. En las dos primeras franjas no existen las cloacas, la mayoría de las casas contaban con pozos ciegos hoy colapsados e inservibles. Aun cuando la gente, sobre todo quienes tienen casas de material, insista en limpiar a pesar de la lluvia, no tendrán cómo utilizar los baños, al menos en los próximos 30 días. Y ése sí es un riesgo concreto.
En la radio, en la televisión, las recomendaciones para lavarse las manos y cumplir con las reglas de higiene en los centros de evacuación son constantes. La ciudad está tachonada de baños químicos que como monolitos indican la presencia de evacuados o autoevacuados, son señales tan claras como los collares de ropa tendida que nunca termina de secar. Pero no hayningún tipo de ducha o espacio para bañar a los chicos. “Hay que considerar que antes tampoco se bañaban, solo se lavaban”, dice el médico voluntario del Hospital Garrahan, Luis Rojas. Pero en el campamento de La Florida, ese que se montó con carpas donadas por el gobierno de Italia, Lucrecia Leguizamón reclama por un poco de agua caliente para sus cuatro hijos. “¿Cómo les sacás el frío? ¿No ven los mocos que tienen?”, dice. Está cansada, cansadísima. Pasó la noche sentada en el medio de esas carpas que pueden ser útiles para protegerse del frío, pero no son impermeables. Sus vecinos en ese campamento montado en una cancha de fútbol que ahora parece un inmenso chiquero de lodo decidieron romper la puerta de una escuela cercana para ponerse a salvo del agua que se filtraba por todos lados. Ella no quiso ir. Esa escuela no estaba desinfectada y lo que arrastró la inundación todavía tapizaba las paredes. Parece imposible mantenerse seco en cualquiera de los centros de evacuación, aunque las carpas parecían la peor trampa. En los hospitales de campaña los médicos como Rojas admiten que es fundamental, que tras la mojadura viene el frío y las muchas enfermedades respiratorias que están atendiendo, además de las infecciones de piel a las que el barro y la basura no ayudan. ¿Pero dónde secar el calzado, los colchones, la ropa? Lucrecia quiere mantenerse entera, como los primeros días, cuando en lugar de llorar por lo perdido se alegró de tener a sus chicos vivos. Pero el miedo es una tenaza y ella se asfixia de solo verlos jugar en el barro.
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