Vie 11.01.2013

SOCIEDAD  › UNA CRONICA SOBRE LAS ESTRATEGIAS DE ACERCAMIENTO DE GENERO

Experiencias de cata playera

El cronista recorrió las playas marplatenses y agrupó a sus congéneres según franjas etarias. Cada una con diferentes características de aproximación. Los más jóvenes se entremezclan. Los maduros lo intentan. Los adultos se conforman con mirar.

› Por Carlos Rodríguez

Desde Mar del Plata

Los catadores de vinos tienen tres caminos infalibles para dar en el clavo cuando analizan la calidad de un buen Cabernet, de un Chardonnay, de un Malbec, de un Chenin: la degustación, el olfato y la vista. Los “catadores” de mujeres, que abundan en las playas del norte, el centro y el sur de esta ciudad, pocas veces –sobre todo los seductores con jubilación en trámite– pueden degustar algo y el olfato puede fallar en medio de tanto aroma que arrastra el mar, de tanta brisa perfumada, de tanto viento furioso que todo lo arrasa y lo mezcla. Juan Carlos, un cincuentón que pide cierta reserva –“mi mujer es celosa y mis hijos me llaman ‘viejo verde’”–, afirma que tiene tanta práctica en eso de degustar con la mirada que podría “hacer un ranking con un 99,9 por ciento de certeza, y decir quiénes son las cien mejores mujeres de cada verano”. Y él habla de “mejores, no sólo de más bellas”. El mirón asentado en las playas de “más allá del Faro”, como dicen los marplatenses, tiene un sinfín de competidores, de todas las edades y de todos los niveles del buen gusto. Claro que muchos de ellos creen que la certeza sólo llega cuando entran en juego el paladar, la degustación, la posibilidad de saber “si es oro realmente lo que brilla”.

Juan Carlos, que todavía conserva su pinta “con unos centímetros más de panza”, se considera a sí mismo como un “jugador que colgó los botines por amor, sin reclamar el partido homenaje”. En cambio, Ezequiel (28), Pedro (30) y Mario (28) afirman que están “en carrera”, aunque algunas veces “ante tanta chica de 20 que desparrama gloria por la playa, uno se siente como un modelo viejo de celular, sin capacidad ni para llamar al SAME”. El pesimismo de Pedro no es compartido por sus amigos, todos porteños del norte de la ciudad y mirones confesos. “Y sí, las miramos, qué otra cosa queda. Es imposible no mirarlas.” El tema es cómo llegar a una degustación. “La clave es cómo avanzar, cómo tener algún buen resultado. Lo que pasa es que uno aspira siempre a quedarse con la mejor, al menos con la mejor de ese día, de esa semana, pero a veces tenés que conformarte con un segundo premio”, dice Mario como si estuviese recibiendo un premio consuelo.

–Con un segundo puesto en el ranking de las más lindas, estás en el podio y conseguís un montón de puntos. ¿De qué te quejás?

–Y, bueno, uno siempre quiere ganar y, si es posible, por goleada. Los romances de verano pueden terminar en buenas historias, no tienen por qué ser algo inolvidable, pero fugaz, pasajero.

Los amigos de Mario lo cargan. “El tipo quiere llevarse el premio a casa, quiere tenerla en la vitrina, en la cama, en el comedor. Dice que tiene ganas de encontrar algo más que un rasque de verano.” Se burlan, pero Ezequiel y Pedro reconocen que ellos también están cansados de “andar boludeando por ahí”. De todas maneras, mientras ocurra lo que ellos consideran “casi un milagro”, siguen mirando. ¿Y el piropo, ya no corre más? “Es un recurso gastado, cuando le tirás alguna frase es porque hubo onda, pero no hay piropo, hay propuesta, hay invitación. La cosa se calienta por Internet, el mail, el Facebook, ésos son los lugares donde hay algo de poesía, después todo es ir al grano, cuando hay onda de verdad y no histeriqueo desde la compu. Los únicos piropos que se escuchan en la calle o en la playa son groserías y ésa no es la nuestra”, cierra Pedro.

La mayoría de los pibes de menos de 23 se mueven, por lo general, en barras mixtas, hombres y mujeres. Nicolás (19) se la rebusca como mozo en un restaurante de la calle Corrientes y casi todas las noches, una vez que cierra el boliche, se va “de fiesta” con Josefina (20), una compañera de trabajo. “La que lleva el ritmo es ella, la capitana. Nos juntamos con amigos en los boliches o en la casa de alguien. Hay bardo hasta el alba, pero somos chicos y chicas, nada de andar lagrimeando por los rincones. Vivimos la vida como se debe. De día laburo, de noche joda.”

Josefina confirma que salen de recorrida por las madrugadas y que se juntan con chicos y chicas, pero “éste delira, no hay tanto como dice. Hay algunos ‘forcejeos’, pero cuando vamos a la playa juntos los pibes se la pasan mirando culos (otros culos) y nosotras ni existimos. Es duro ser mujer”, afirma Josefina y se ríe con picardía. Nicolás insiste: “La pasamos bárbaro y las minas son las que nos miran a nosotros”. Después hace un gesto que parece indicar que la “fiesta”, cuando salen en barra, siempre es completa. Josefina se muerde el labio inferior y hace una seña como la de la enfermera de la foto del hospital, con un dedo tapándose la boca. “Qué pibe más bobo que sos”, y se vuelve a reír.

En la playa, muchos pibes se juntan para jugar a la pelota. No son partidos, son meras demostraciones, en algunos casos de habilidad, en otros de exposición de escasos recursos. Ante un comentario sobre el despropósito, uno de ellos responde: “Siempre tiramos la pelota para el lado donde están las más lindas. Queremos que nos hagan marca a presión”. Página/12 se va sin entender la jugada y el “pase” verbal del chico se pierde en el fuera de juego.

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