SOCIEDAD › OPINION
› Por Martín Granovsky
Lo escriben sobre el final, en el epílogo: “Son muchas las ocasiones en que terapeutas y etnógrafos tendrán que enfrentarse a la furia de otros, a veces perpetradores, otras veces cómplices, otras tantas aquellos que procurarán negar la existencia misma de los procesos y problemas expuestos”. Y agregan: “Para nosotros, cuando esto suceda, no puede haber honor mayor que estar del lado de las víctimas”.
En rigor, la aclaración del sociólogo Javier Auyero y la docente María Fernanda Berti está de más. Con que el lector avance en las páginas del libro La violencia en los márgenes que acaba de publicar Katz Editores, se dará cuenta por sí mismo de la postura ética y política de los autores. Luego de leer esta pequeña obra de 174 páginas sobre la violencia en Arquitecto Tucci, un barrio de 170 mil personas junto al Riachuelo, está claro que trabajaron, que literalmente se metieron en el barro, que buscaron datos y los mostraron de manera evidente, que hicieron descubrimientos y que, a la vez, se permitieron la conjetura y el espíritu provisional que distingue a los buenos observadores.
Auyero y Berti sostienen que “buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci sigue la lógica de la ley del talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa”. Ojo por ojo, diente por diente. Pero hay otras formas de agresión que adquieren una forma, según definen, “más expansiva”. Es cuando la violencia se esparce “y se parece a veces a una cadena, que conecta distintos tipos de daño físico, y otras a un derrame, un vertido que si bien se origina en un intercambio violento, luego se expande y contamina todo el tejido social de la comunidad”. Por eso en el libro el énfasis está puesto no en las ideas o los impulsos sino en las “interacciones violentas”, interpersonales y criminales, que “depredan las vidas de los más pobres”.
En dinámicas de ese tipo, los límites de una u otra violencia, si es que eso existiera, parecen difíciles de marcar. Al mismo tiempo pueden darse una pelea entre “transas” (o dealers de droga, por ejemplo paco), una represalia de un transa a otro, la golpiza de un hombre y la respuesta violenta de una mujer, la amenaza armada de transas a una madre por deudas del hijo delante de sus hijos más chiquitos, los golpes de una madre a su hijo para que no trafique o no consuma, o para que no robe objetos de la casa porque necesitará usarlos para comprar paco, más las acciones y las omisiones de una policía que intermitente y selectivamente reprime y se asocia a los márgenes de los márgenes como parte de un Estado que, de manera contradictoria, alienta o alberga a esa policía y a la vez despliega políticas de salud pública, así sean módicas e insuficientes, o paga la Asignación Universal por Hijo.
En la experiencia de Fernanda, la maestra, no hace falta que provoque a los alumnos para hablar de la violencia cotidiana. El tema aparece en conversaciones o dibujos sobre tiroteos, cicatrices, robos, armas, calibres, vainas, peleas callejeras y frecuentes situaciones carcelarias de un familiar. Cuando Fernanda lee, aludiendo a la Revolución de Mayo, que el rey de España había sido apresado en Francia, Carlos interrumpe: “Mi tío también está preso... no sé por qué, creo que fue por robar”. Al pedido de la maestra para que los chicos digan a qué le tienen miedo, la mayoría de las cosas tiene que ver con la violencia que los rodea: pasos en el techo, ratas, tiros, gritos cuando roban, gatillo-cargador, tormenta, cuando roban y queman los autos y explotan. A una mujer su abuelo le enseñó de chiquita a matar para defenderse de violaciones. Con una manzana practicaba cómo hundir las uñas en la nuez de un hombre y partirla. Los autores aclaran que esos aprendizajes no son elegidos sino “una adquisición que se impone sobre los habitantes de los barrios de relegación por las circunstancias violentas en las que viven y crecen”. Se lo preguntan de este modo: “Aquellos que crecen en medio de este maremoto de violencia interpersonal y sin poder recurrir a una protección externa, ¿no tenderán a adquirir y dominar las ‘técnicas’ para lesionar/matar al otro si la situación así lo demanda?”. Y al mismo tiempo, la propia Sonia, la que aprendió con la manzana, sostiene que la cadena se puede cortar y que ella lo hizo. “No les podés pegar a tus hijos, porque si lo hacés ellos van a pegarles a tus nietos”, cuenta.
Con la misma sinceridad, un hombre de 40 años que fue, dice, “chorro y transa”, sostuvo que la ruptura del viejo código de no robar en el propio barrio se debería al efecto del comercio ilícito de paco, a veces con la protección mafiosa de policías o gendarmes que a veces, también, fuerzan a las adolescentes al sexo oral para hacer la vista gorda frente a un robo a comerciantes o compradores de la feria de La Salada. La presencia de la gigantesca feria informal en el libro de Auyero y Berti no es antojadiza. Por un lado, Arquitecto Tucci está en la misma zona. Por otro, la desproletarización, la degradación de las condiciones de vida y la informalización, sumados a un Estado descripto como contradictorio y patriarcal, fomentan “la agresión física interpersonal de manera directa”. La informalización estimula la violencia de manera directa porque la violencia actúa como mecanismo de regulación sobre dominios y lo hace de manera indirecta “en la medida en que elimina los mecanismos de control social próximos propios del funcionamiento de organizaciones formales”.
“La economía de la droga es una espada de doble filo”, dicen los autores. “Mientras sostiene comunidades pobres, simultáneamente las quiebra por dentro.”
Cuidadosos, Auyero y Berti aclaran en el epílogo que la violencia mostrada no es precisamente liberadora. “Es, más bien, una confirmación de la idea de que el lugar donde viven es un espacio ‘otro’, estigmatizado y estigmatizante, peligroso y relegado en el sentido literal del término: un lugar apartado y subordinado.”
Un margen que, se ve muy claramente tras leer el libro, no está al margen de nada. Los márgenes están adentro, bien adentro.
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