SOCIEDAD › ADELANTO EXCLUSIVO
Durante buena parte de la década de kirchnerismo, Daniel Miguez realizó la cobertura diaria de las principales figuras del gobierno. De esa experiencia surgió este libro –del que se adelantan los siguientes extractos– que en 765 páginas ofrece una mirada personal y minuciosa de lo ocurrido en la historia política, económica y social de estos años.
› Por Daniel Miguez
Néstor Kirchner soñaba con ser presidente desde dos décadas antes de lograrlo. Lo testimonian muchos de sus amigos y aquella anécdota en el despacho presidencial durante el gobierno de Carlos Menem, cuando Kirchner se sentó en el Sillón de Rivadavia y, ante la mirada fulminante de Menem, le respondió riendo: “Lo estoy probando porque un día voy a estar sentado acá”.
Pero realmente comenzó a vislumbrar que estaba cerca de serlo cuando consiguió el apoyo del entonces presidente Eduardo Duhalde, el 7 de enero de 2003. La relación con Duhalde había comenzado a gestarse en 1998. En las elecciones del año siguiente debía competir contra la Alianza que encabezaba Fernando de la Rúa, y su copartidario Carlos Menem, desde la presidencia, bombardeaba su candidatura. Entonces se apoyó en Kirchner, el único gobernador peronista claramente antimenemista.
El primer encuentro fue en El Calafate, el 18 de marzo de ese año, en una jornada de pesca, una de las pasiones de Duhalde. Allí hablaron de alentar una interna contra Menem por la conducción del Partido Justicialista, porque Duhalde estaba convencido de que si no mostraba una acción de fuerza que lo pusiera en términos reales a la cabeza del peronismo, perdería frente a la Alianza.
En septiembre, Duhalde convocó a una cena en un hotel de la Recoleta a José Octavio Bordón, Mario Cámpora y Kirchner (“el más duro de los antimenemistas con peso territorial propio”, según lo definía por entonces el diario Clarín), para que redactaran el documento fundacional del Grupo Calafate que, a la vez, sería la base del programa de gobierno que presentaría Duhalde en 1999.
El Grupo Calafate se reunió por primera vez el 2 y 3 de octubre en aquella ciudad santacruceña, amada por el matrimonio Kirchner. Confluían en él dirigentes convocados por Duhalde y por Kirchner. Eran, básicamente, peronistas antimenemistas que se habían ido al Frente Grande, o que habían abandonado los alineamientos políticos y hasta la militancia o habían resistido dentro del PJ, como el caso de Kirchner y Cristina.
Al dar su discurso, Kirchner propuso mecanismos de redistribución de la riqueza e hizo un llamado a recuperar el espíritu transgresor del peronismo.
El 28 de agosto de 1999 se realizó el llamado Calafate II, en el centro vacacional que tiene el Banco de la Provincia de Buenos Aires en Tanti, Córdoba, donde hubo una fuerte discusión entre Kirchner y Duhalde. El santacruceño le cuestionaba una frase publicada por varios medios, que la atribuían a “una fuente duhaldista”. Era esta: “Kirchner es un tarado, que plantea discusiones ideológicas”. También estaba en desacuerdo con la elección del brasileño José Eduardo Cavalcanti “Duda” Mendonça para que se hiciera cargo de la campaña electoral.
“Yo acompaño a Duhalde, pero también le digo lo que está bien y lo que está mal. Yo no soy empleado de nadie”, dijo en aquel momento Kirchner. Era el comienzo de una pulseada para no subordinarse a Duhalde, que seis años después los llevaría a la ruptura cuando Kirchner ya llevaba más de dos años como presidente.
Con fuertes resistencias internas, Duhalde logró disciplinar a los propios para que acompañen a Kirchner, aunque muchos de los que aceptaron, después no se esforzaron para que ganara, ni en la campaña ni el día de las elecciones.
Un ejemplo de la desidia de muchos gobernadores e intendentes la percibí en Santiago del Estero, cuando cubría periodísticamente la campaña electoral de Kirchner. El gobernador Arturo Juárez, al recibir a Kirchner, lo tomó por el hombro y le dijo: “Yo a vos no te conozco. Duhalde me dice que hay que votarte y como soy disciplinado podés contar con los votos de Santiago”. Kirchner lo miró de mala manera, pero más se enojó cuando el día de las elecciones vio los magros números que le dejaron las urnas santiagueñas y comprobó qué lejos estaba de la verdad aquella promesa de Juárez. Menem había obtenido el 42% y “el candidato” del caudillo local 40 por ciento.
Lo mismo ocurrió con varios intendentes del conurbano. Un día, antes de un acto en Lanús, el intendente Manuel Quindimil se dirigió a Kirchner con gesto poco amigable y le dijo: “A mí me dicen que si sos presidente vas a tener pocos peronistas en tu gabinete”. Kirchner, con pocas pulgas, le respondió de mala manera.
Contrariando la suposición de Quindimil, todos los ministros que tuvo Kirchner en su presidencia fueron peronistas. Pese a la mentada transversalidad no hubo ningún ministro extrapartidario. En cambio, los otros dos presidentes peronistas desde el retorno de la democracia, Menem y Duhalde, sí tuvieron ministros de otros partidos, incluso históricamente antagónicos al peronismo.
Seguramente el mayor impacto del primer mes de gobierno lo produjo el 4 de junio al utilizar por primera vez la cadena nacional de radio y televisión para pedir el juicio político y remoción del presidente de la Corte, Julio Nazareno, emblema de la “mayoría automática” durante el menemismo. “El dedo de Kirchner no es mejor que el dedo de Menem; hay que dejar que el recambio de las instituciones pueda establecer su propia salida”, señaló esa semana el ex ministro de Justicia de De la Rúa, Ricardo Gil Lavedra. En la Corte menemista valoraron ese apoyo, pero sabían que no les alcanzaba con palabras de respaldo del mundo judicial. En el máximo tribunal tenían guardadas dos cartas fuertes para presionar al Gobierno: la convalidación de las “leyes de impunidad” y, especialmente, la nulidad de la pesificación de la economía, lo que implicaría un golpe económico letal para un país que aún estaba en una crisis feroz. Cuando a Kirchner le hicieron llegar la propuesta de que podían evitar que se volviera a dolarizar la economía a cambio de que no haya remociones en la Corte, actuó con celeridad. Grabó un mensaje de 8 minutos en el que dijo que no iba a aceptar presiones y pidió al Congreso que con urgencia separe a uno o más miembros de la Corte, aunque sólo hizo una referencia directa a su presidente, Julio Nazareno.
El Congreso inició el juicio político y a las tres semanas, el 28 de junio, Nazareno, que ya tenía acumuladas 22 acusaciones, renunció. Para completar la movida, Kirchner reformó el sistema para elegir jueces de la Corte, que limitó las facultades del Poder Ejecutivo y abrió el juego a la sociedad civil al establecer la posibilidad de impugnar la propuesta del Presidente. La medida fue aplaudida desde distintos ámbitos. Elisa Carrió, por ejemplo, señaló que se trataba de “un avance extraordinario para las instituciones”.
El primer nuevo miembro de la Corte en ser propuesto por Kirchner –el 1 de julio– fue Eugenio Raúl Zaffaroni, que había sido sumamente crítico de la gestión de Kirchner como gobernador de Santa Cruz. Tanto es así que Kirchner guardaba en el cajón superior derecho de su despacho un recorte de un artículo escrito por Zaffaroni y titulado “Un nazi en la Patagonia”. Hacía referencia a una decisión de Kirchner de no restablecer en el cargo a un funcionario tal como había ordenado la Corte provincial.
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A Kirchner le costó la elección del jurista a proponer para reemplazar a Vázquez. En un momento pensó en la mendocina Aída Kemelmajer de Carlucci, propuesta por Alberto Fernández, pero Cristina impulsó al santafesino Ricardo Lorenzetti, a quien había conocido en la Convención Constituyente. El 14 de octubre Kirchner firmó el decreto proponiéndolo. Lorenzetti tenía la particularidad de que nunca había sido juez. Empezó su carrera de abogado asesorando a gremios y a la CGT de Santa Fe y luego trabajó para grandes empresas. Políticamente había militado en el peronismo de su ciudad, Rafaela, donde fue precandidato a intendente en 1983.
Al día siguiente, en su primera declaración pública, Lorenzetti criticó la lentitud de la Justicia. “El tiempo de los expedientes no tiene relación con el de los ciudadanos”, dijo. También se mostró totalmente favor de que los jueces paguen el Impuesto a las Ganancias. “Ese impuesto está pensado para toda la población y no hay motivos para que no lo paguen. De ninguna manera afecta la intangibilidad de los salarios, que es lo que protege la Constitución.”
Ahora Massa volvía al Gobierno nada menos que como jefe de Gabinete y en su primer reportaje, con Página/12, se caracterizó por eludir casi todas las preguntas y no confrontar con nadie. Elogió a Alberto Fernández (“fue muy bueno, muy importante, ha hecho una tarea enorme”), a Duhalde (“sé que fue muy elogioso con mi designación; a mí Duhalde me dio una oportunidad y en la vida hay que ser agradecido”) y hasta el mismísimo Cobos (“actuar de acuerdo con las convicciones es valiente”). No criticó a los oficialistas que votaron contra la 125 (“eso queda en la conciencia de cada uno”) ni a los que se fueron del kirchnerismo (“nosotros tenemos que trabajar para que todos sientan que éste es el gobierno de todos”). Los periodistas nos preguntábamos: ¿Sus declaraciones respondían a una nueva estrategia de los Kirchner o él veía tan débil al Gobierno que podía decir esas cosas sabiendo que no iban a echar a otro jefe de Gabinete a sólo dos horas de haber jurado? La frutilla del postre declarativo fue cuando le preguntamos si le parecía que Guillermo Moreno debía dejar el Gobierno. Suponíamos una defensa del secretario de Comercio, aunque más no fuera para diferenciarse de Alberto Fernández, cuya insistencia pidiendo esa renuncia había cansado a los Kirchner. Massa contestó: “Esas cosas uno las tiene que charlar en el lugar que las tiene que charlar”.
Cuatro meses después, el 4 de enero, en una de las pocas entrevistas que dio un ministro kirchnerista al diario La Nación, volvió a sorprender al declarar que el de Cristina no era un gobierno progresista, sino “práctico”.
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