SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Florencia Saintout *
Día tras día hasta parecer infinito, los públicos han sufrido el acoso periodístico. El llamado caso Angeles Rawson ha puesto en evidencia la persistencia de una lógica de mercado salvaje en los procesos de construcción de la noticia, para los cuales la comunicación es un negocio y los públicos son recursos a explotar.
La cobertura mediática del homicidio de Angeles Rawson mostró pornográficamente al periodismo canalla, su morbosidad y amarillismo, del cual son responsables, no solamente periodistas, sino también empresas mediáticas. Una clara muestra ha sido la publicación de la foto del cuerpo de la joven, violando así toda convención de protección de los derechos de niños y adolescentes.
La supremacía del mercado establece así que la única lógica de la noticia es el lucro. Si para eso hay que exhibir a la víctima como objeto y utilizar el “habría” y “podría” para linchar con un titular a quien la oportunidad lo disponga, vale la pena.
En ocasiones como estas es donde se presenta dramáticamente la diferencia entre la comunicación como derecho y la comunicación como mercancía. La comunicación como derecho garantiza la defensa de los públicos de su exposición al morbo y a la manipulación. En cambio, la comunicación como mercancía se vale de cualquier camino (la mentira y la especulación como mejor alternativa) para construir relatos donde se considera al público como un recurso a explotar; a saquear hasta sus últimas consecuencias. Incluso, si luego de ello se lo ha vaciado de tal manera que su fertilidad, para poder algún día volver a leer o escuchar, desaparezca. El público es pensado como una vaca a la cual hay que extraerle hasta el último aliento. Como una mina a la que hay que arrancarle hasta la última partícula; hasta dejarla vacía.
No sorprende porque no es un hecho aislado. Basta pensar la cobertura de Candela, o del homicidio de Nora Dalmaso, entre muchos otros. Este periodismo de carroña ha llenado páginas de diarios y horas de radio y televisión condenando y desmintiendo al día siguiente. Ahora, en todo caso, ha aprendido el cinismo del potencial. Pero aunque no sorprenda, no deja de ser absolutamente preocupante, sobre todo cuando se corrobora que esos tratamientos son tomados por millones de personas y no aparece una respuesta masiva de repudio.
Durante la larga década neoliberal se puso de moda en las ciencias sociales la afirmación de que las teorías de la dominación y la reproducción debían desplazarse hacia los domicilios de la invención particular de las historias mínimas. En aparente paradoja, mientras más se concentraban los medios en pocas manos, más se pensaba en la capacidad creativa de los consumidores (nuevo nombre que daba cuenta del “ocaso” del pueblo/público en manos del capital). Las teorías de la resemantización y apropiación doméstica de los mensajes reemplazaron a la denuncia de las estructuras de poder.
Pero, más allá de la posible discusión sobre la riqueza o no de esa epistemología, mientras esta violencia mediática ocurra, hay que seguir denunciándola e intervenir para erradicarla. Porque alguna responsabilidad del horror de Angeles le cabe a la construcción del relato periodístico. Y eso es intolerable.
Intervenir sobre ello no implica ejercer censura sino plantear un compromiso para evitar los abusos en nombre de la libertad de expresión. Es imprescindible que se respeten los estándares establecidos y se reconozcan criterios comunes para que el periodismo no vulnere los derechos de los sujetos y los colectivos involucrados en las noticias, entre ellos el del público y su derecho a recibir información de calidad.
La lucha por la plena aplicación de la LSCA no se agota en la importancia de la desinversión (aspecto fundamental para la consolidación de una democracia) sino también en la constitución de una lengua que defienda derechos humanos.
* Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.
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