SOCIEDAD › OPINION
› Por Washington Uranga
La extensa entrevista que el papa Francisco concedió al sacerdote Antonio Spadaro, director de la Civiltà Cattolica (la versión completa en español puede leerse en http://www.razonyfe.org/images/stories/Entrevista_al_papa_Francisco.pdf), para ser publicada en las revistas de los jesuitas en todo el mundo, no sólo ofrece más elementos que permiten comprender el rumbo que Bergoglio le quiere dar a la Iglesia Católica sino que ratifica otro modo de comunicación del pontífice con la sociedad y con su propia comunidad, y vuelve a sorprender a propios y extraños con algunas definiciones.
El texto es un verdadero documento de casi treinta páginas obtenido a lo largo de tres jornadas que totalizaron más de seis horas de diálogo entre el periodista y el Papa. Hay novedades que hablan de las aperturas que Francisco quiere hacer en la Iglesia, pero siempre cuidando de no moverse un ápice de los cauces ortodoxos de la doctrina y la moral católicas. Las “audacias” de Bergoglio, si es que así se pueden denominar, tienen que ver con sus gestos, su disposición al diálogo y, fundamentalmente, con su insistencia en que la religión y, por lo tanto, la Iglesia Católica, tienen que ayudar a las personas a vivir mejor, aportando sus valores y puntos de vista, pero sin obligar y sin constituirse en juez y árbitro. Esa es, quizás, una de las diferencias más importantes entre el “Bergoglio cardenal” y el “Bergoglio Papa”.
“Dios nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal”, sostuvo el Papa para decir que “no podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual y al uso de anticonceptivos. Es imposible”. Francisco no reniega de la doctrina, pero pretende, al menos por el momento, dejar estas discusiones en segundo plano: “Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre el peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio”, dice con gran cuota de realismo. En el mismo sentido señala que las consecuencias morales deben venir después del anuncio positivo del Evangelio y de la salvación. Y redobla la apuesta: “Un cristiano restauracionista, legalista, que lo quiere todo claro y seguro, no va a encontrar nada (...). Aquel que hoy buscase siempre soluciones disciplinarias, el que tienda a la ‘seguridad’ doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente recuperar el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva, y así la fe se convierte en una ideología entre tantas otras”. También conoce el riesgo de las divisiones: “Tenemos que caminar unidos en las diferencias: no existe otro camino para unirnos”.
A pesar de que Spadaro, el entrevistador, sostiene que “es obvio que el papa Francisco está más acostumbrado a la conversación que a la cátedra”, es evidente que al hablar, también en este caso, Bergoglio no pierde de vista que lo que diga tendrá impacto, y para abordar algunos temas conflictivos sigue utilizando el lenguaje ambiguo que tantas veces se le criticó en la Argentina. En eso es fiel a su estilo de siempre. Allá y aquí. Así deja librada la interpretación a sus audiencias, pero al mismo tiempo abre caminos, promueve el debate y, por añadidura, tiene la posibilidad de medir reacciones, de observar alineamientos para, llegado el caso, volver a arremeter. “Soy despierto, sé moverme”, confiesa. Aunque compensa con algo difícil de comprobar: “Al mismo tiempo soy bastante ingenuo”.
Bergoglio se declara “pecador”, reconoce errores históricos en su forma de conducción, pero sostiene que “jamás he sido de derechas”. Con habilidad utiliza la autocrítica para introducir el valor de la consulta y de las responsabilidades compartidas en el gobierno de la Iglesia. Esta es otra de las líneas de acción que Francisco eligió para su pontificado, que ratifica ahora y que puede conducir a una gestión más colegiada de la Iglesia, que podría desembocar en la convocatoria a sínodos especiales e incluso a un concilio. Bergoglio dijo ahora que hay que encontrar la manera de que estas instancias de consulta sean “menos rígidas” porque “deseo consultas reales, no formales”. La colegialidad episcopal en la Iglesia se abrió camino tras el Concilio Vaticano II y el papa Pablo VI la impulsó decididamente. Con Juan Pablo II, y luego con Benedicto XVI, las conferencias episcopales perdieron peso, y la conducción se hizo cada vez menos participativa y más centrada en la burocracia eclesiástica vaticana.
Otra de las afirmaciones que llaman la atención es aquella que en el lenguaje político podría traducirse como “el pueblo no se equivoca”. Francisco dice que “el pueblo es sujeto” y que “el conjunto de fieles es infalible cuando cree y manifiesta esa infalibilidad suya al creer”. ¿Quiere decir el Papa que tanto él como los obispos deben prestar más atención al pueblo en su forma de vivir la fe y en sus prácticas religiosas que a los mismos teólogos? Así parece. Insiste en que “hay que preguntar al pueblo” y no solamente a la “parte jerárquica” (los obispos) de la Iglesia. Y retoma la idea de la Iglesia entendida como “la casa de todos, no una capillita en la que cabe sólo un grupito de personas selectas”, ni “un nido protector de nuestra mediocridad”. Muchos obispos, también argentinos, deben sentir en este momento que el Papa está golpeando en sus puertas.
Lo afirmado le sirve para trazar un perfil de los obispos: “misericordiosos” que se hacen “cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que las lava, limpia y consuela”, que sean “pastores y no funcionarios ‘clérigos de despacho’”. En otro momento dijo que quiere una “Iglesia pobre”, y a obispos “con olor a oveja” y no príncipes.
Ahora agrega que “cuando se habla de los problemas sociales, una cosa es reunirse a estudiar el tema de la droga de una villa miseria, y otra cosa es ir allí, vivir allí y captar el problema desde adentro y estudiarlo”. Porque “no se puede hablar de pobreza si no se la experimenta, con una inserción directa en los lugares en los que se vive esa pobreza”.
En síntesis, Francisco define una Iglesia Católica protagonista y servidora de la sociedad, pero al mismo tiempo abierta al diálogo y aceptando las diferencias, dentro y fuera de sus fronteras. Y exige que los “funcionarios” eclesiásticos estén al servicio y presentes en el medio del pueblo, abiertos a escuchar antes que imponer normas morales o doctrinales. Es el papa Francisco de hoy que, sostienen algunos, podría haber polemizado con el cardenal Bergoglio de ayer.
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