Mar 11.02.2014

SOCIEDAD  › UNA PAREJA DE ITALIANOS JUBILADOS Y SU RESTAURANTE EN MAR DE LAS PAMPAS

Con el aroma de la Calabria

A fines de la década del ’90, Antonio y Anna Pittella llegaron a Mar de las Pampas. Ambos desocupados, compraron una pequeña cabaña donde empezaron a vender comidas caseras. Quince años, después, el perfume de la comida calabresa inunda Amorinda.

› Por Soledad Vallejos

Desde Villa Gesell

Era una cabañita de piso sin terminar, paredes sufridas, poco lugar. Estaba en la cima de una duna, entre bosques. A veces llegaba el ruido del mar. Alrededor no había mucho más. Antonio y Anna dijeron que era exactamente lo que buscaban. Terminaba la década del ’90 y se habían fundido: con 60 años, él, metalúrgico, y ella, modista de alta costura, dejaban La Plata y empezaban de cero. Italianos los dos, Mar de las Pampas era lo más parecido que Antonio había encontrado en Argentina a Monterosso, el pueblo calabrés en el que nació. En ese pueblo vive todavía su hermana, y desde su ventana se ve Sicilia, dice Flavia, la hija de sonrisa perenne que revolotea entre mesas, fuegos y ollas. Desde aquí también podría pasar, aunque la ventana de Amorinda (Avenida Lucero y Gerchunoff), el restaurante bautizado en honor a la madre de Anna, dé a un jardín de la costa atlántica. Los Pittella hablan, hacen, cocinan, y hacen que Italia inunde el aire. Por algo, el clan es responsable de que aquella cabañita austera tenga este presente de paraíso hecho de pastas y cocina italiana, con fans tan fervorosos que reservan mesa con un mes de anticipación, o llegan desde Buenos Aires sólo para comer un plato, charlar con los dueños del lugar y partir.

La cabañita creció y es bastante más que dos habitaciones y un baño en pleno centro del pueblo cada día más habitado por grandes marcas y tiendas más o menos exclusivas. Durante la mañana, por ejemplo, es el rumor de un pequeño ejército preparándose para un día largo. En el patio, una pequeña radio portátil hace compañía mientras el tío Carlos convierte berenjenas en bastoncitos, el primer paso para sus celebradas berenjenas en escabeche, una receta que parece sencilla sólo cuando él la cuenta: “Las corto, las dejo en sal 12 horas, las prenso. Después, el aceite, el condimento...”. Dentro, sobre una mesada, la tía Pierina amasa cancherísima lo que el horno a su lado convierte en pancitos parecidos a las ciabattas. Alejandro, el marido de Flavia, en cualquier momento se calza el delantal mientras Isabella, su hijita de 6, vuelve corriendo del bosque con hojas en la mano y explica que sirven para cocinar. “Son como la menta, pero no tanto”, dice.

En la mesa, aprovechando el arrullo que precede a la agitación del salón lleno, Flavia Pittella dice que cuando se viene de familia italiana hay cosas que no se eligen. “Nos movemos así, no lo pensás. A nosotras, las hijas, no se nos preguntó qué pensábamos. Era obvio que íbamos a ayudar en lo que decidieran hacer”, dice Flavia, que a sus tareas de enseñanza de inglés y periodismo cultural terminó sumando la cocina fuera de casa. Anna y Antonio se mudaron un 30 de septiembre, dos meses después empezaron lo que esperaban convertir en rotisería. “Yo sé cocinar, ¿qué más necesito saber?”, preguntó Anna. Y se largaron. Abrieron un jueves de diciembre; a medianoche, cuando ya no esperaban a nadie, entró un señor “igual a Jack Nicholson”. Quiso comer allí en lugar de llevarse comida; le dijeron que sí. “Pidió ravioles de verdura con aceite de oliva. Y se hicieron amigos, tan amigos que Carlos –el comensal–, que tiene fábrica de bolsas, les regaló 16 mil bolsas para el local. Y hoy, cuando veo la comanda en la cocina, sé que llegó él y salgo a saludarlo”, dice Flavia, que en la mano sostiene una de aquellas bolsitas, “porque a los 10 días de abrir, por la demanda, mamá y papá decidieron que iban a poner un restaurante, ¿y cómo gastás 16 mil bolsas?”

En quince años, las anécdotas de clientes ganados con pastas amasadas a mano y recetas familiares tradicionales, pero también inventadas en el camino podrían alimentar una enciclopedia. Una tarde, Sandro llamó para contar que había ido a comer “camuflado” y que lo había disfrutado. No fue el caso, pero otros comensales, a fuerza de charlar con Antonio, que se sentaba a charlar vino mediante para saber quiénes eran esas personas que entraban a comer en lo que todavía era poco más que una cabaña, terminaron por hacerse amigos de la familia. “Amigos muy cercanos, íntimos. Mi viejo apadrinó niños hijos de clientes amigos. Con ellos llegamos a pasar año nuevo en casa, por ejemplo”, dice Flavia. Por eso no fue raro que una noche, una pareja llegada para unos días de vacaciones se dejara llevar por la charla de Antonio y poco después terminara comprando un terreno en Mar de las Pampas, el mismo donde hoy llevan adelante el restaurante de sushi del pueblo. La disuasión era lo de Antonio, que mientras refundaba con Anna su vida, se las ingeniaba para contagiar espíritu fundador en iniciativas del lugar donde todo estaba por hacerse.

Religioso y practicante como buen calabrés, Antonio empezó la gesta de la capilla para el pueblo. El terreno estaba destinado, la construcción era una entelequia. Se tiró de cabeza a la pileta. No sólo organizó con Anna, que a fin de cuentas era la cocinera, cenas a beneficio en Amorinda, para donar toda la recaudación a la obra, sino que también fue a la caza. Los primeros donantes desprevenidos fueron los vecinos, entusiasmados enseguida; los segundos, los clientes. “Cada vez que lo veíamos sentado en una mesa, sabíamos que le estaba pidiendo plata para construirla. Y donaban, eh. Así se fue haciendo de a poco: bancos, paredes, otros elementos, pero era al aire libre. Hasta que un día vino a la cocina y mostró un cheque: ‘El techo de la capilla’. Había venido un cliente millonario, pero millonario, y se lo charló. Trescientos mil pesos donó. Es el techo que ves hoy.”

Antonio, que podía recorrer un bosque a las 4 de la mañana linterna en mano para cosechar hongos de pino que usar en la cocina, que a veces elegía a alguna pareja de clientes para invitarlos a cocinar con Anna y la familia y luego seguir el plato hasta servirlo en el salón, que a la edad de jubilarse se convirtió en uno de los fundadores de un pueblo nuevo, murió en septiembre pasado. El 29, “exactamente a quince años de haberse mudado acá”, dice Flavia. Estaba viendo un documental de la RAI sobre Bergoglio, el Papa que encarnaba tres de sus amores: la Argentina, la religión, Italia. Veía la televisión y en ese momento reía por algo. Entonces murió.

Hace poco, muy poco de eso. Algunos clientes van enterándose a medida que repiten su ritual de verano, la comida en lo de Antonio y Anna. Otros se enteraron semanas atrás, quizá visitando el local que los Pittella venían preparando desde hacía tiempo en San Telmo y que abrió en octubre. Flavia dice que con la ausencia pasa algo. Que hay melancolía, sí, pero también amor que perdura en el lugar. “No sé por qué, pero la figura de papá se potenció”, dice. Los clientes de años, cuando llegan a Amorinda, son fáciles de reconocer: tienen anécdotas de Antonio para compartir y recordar con los Pittella y muchos recuerdan cuando el centro del pueblo no bullía de noche.

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