Lun 01.09.2003

SOCIEDAD

Chicos de escuelas de frontera que envían cartas y esperan respuesta

El programa, lanzado por el Ministerio de Educación, involucra a 25 mil chicos de 517 escuelas. Para la mayoría, será el primer contacto con alguien de su país que no viva en su pueblo.

› Por Nora Veiras

–¡No saben la alegría de la gente! Acá nunca vino un ministro de Educación –dice el chofer.
–¿Por qué nos tocó a nosotros el que quiso venir? –ironiza una cronista extenuada después de cambiar avión, combi, auto, combi durante horas y todavía en camino.
El paraje es como su nombre lo indica, Soberbio. La naturaleza no escatimó belleza en la barranca de tierra colorada y bosque sobre el río Uruguay donde en 1892 empezaron a funcionar las primeras aulas para tratar de integrar a un país en formación a los colonos que se radicaban. La belleza del lugar y la gente se enturbia por la pobreza y los sobresaltos de un camino que revive la sensación de la montaña rusa y muestra que a 283 kilómetros de Posadas el paso de los siglos es sólo una convención social. “Acá, lo único que tenemos es paz”, dice Sonia Ramp, la maestra jardinera de la Escuela 605. Hasta allí llegó el ministro de Educación, Daniel Filmus, para lanzar el programa nacional “Tu carta va a la escuela”. Los chicos le escriben a otras escuelas de frontera, le cuentan cómo viven y esperan la respuesta. “Antes nosotros escribíamos una carta y la pegábamos en el cuaderno, cuando la carta únicamente cobra sentido con la respuesta. Acá hay un ida y vuelta para construir ciudadanos, amistades y entender la importancia de escribir”, les dijo Filmus a esos nenes de ojos verdes y tez mate que lo escuchaban atentos.
La Colonia Monteagudo está en un lugar inaccesible por tierra cuando llueve. Los quinientos residentes, entonces, cruzan el río y desembarcan en Brasil, que está ahí nomás. Apenas minutos compiten con las dos horas de remo que los separan del centro de El Soberbio. Los nenes secretean en portugués y conocen más los equipos de fútbol de Brasil que los argentinos. Y los que pueden mirar televisión, ven programas brasileños. Oscar, tiene 9 años y cuenta “yo vivo pertito (cerca) de la escuela. Me gusta escribirles cartas a las gurisas de otra escuela”. Sus compañeras, Bruna y Cintia, esperan saber cómo viven los chicos de Tierra del Fuego, donde mandarán sus cartas ahora que les llegaron los sobres de Correo Argentino. La empresa colabora con el programa lanzado hace dos años en las escuelas porteñas y que ahora se extiende a 517 establecimientos de frontera. Veinticinco mil chicos se pondrán en contacto a través del proyecto coordinado por Roxana Morduchowicz. En este paraje hay un sólo teléfono –por supuesto, en la escuela– y las computadoras parecen pertenecer al mundo de la ficción. El ida y vuelta de correspondencia se revaloriza entonces como un tesoro.
“En la frontera no hay un límite entre la casa y la escuela”, explica Teresa Cydeiko, una de las doce maestras que viven en ese lugar. “Con la campaña de Sanidad que hicieron médicos del Ejército en marzo se comprobó que tenemos un 53 por ciento de nuestros niños desnutridos. Ese es el límite de lo que podemos hacer en la escuela. Acá si no hay comida, no hay alumnos”, dice la docente. Los chicos hicieron una huerta y usan lo que producen para el comedor; desde la radio FM que funciona también en la escuela emiten programas de formación para que los padres sepan cómo alimentar a sus hijos y cómo hacer rotar los cultivos para morigerar la degradación del suelo. “Hambre no pasan, pero no se alimentan bien. No salen del poroto y el arroz, carne no comen nunca y de cada diez familias sólo una tiene una vaca, entonces los chicos tampoco toman leche”, repiten las maestras.
Santiago Ferreira, el intendente de El Soberbio, fue maestro durante veinticinco años y le pone cifras a la precariedad educativa de la zona. “El municipio tiene 20 mil habitantes, el 70 por ciento es población rural. Hay 7 mil alumnos de primaria y sólo el 10 por ciento va a la secundaria.” En la escuela Barrancas del Uruguay, los chicos puedencompletar los nueve años de educación obligatoria pero para terminar la enseñanza media tienen que viajar 35 kilómetros hasta el centro de la ciudad. Una distancia imposible por las condiciones del camino y la falta de transporte. Ferreira aprovecha para pedirle al gobernador Carlos Rovira, también de visita, la creación de una escuela terciaria “para que los jóvenes no se vayan del pueblo”.
“Tenemos muchas escuelas que nos mandan ropa. Las últimas zapatillas son las que nos trajeron del programa ‘Sorpresa y Media’”, dice Hugo Schmidt, el maestro de carpintería. Celina Sicardi es la directora, encargada de apelar a la solidaridad para que cada vez sean menos los nenes que tratan, inútilmente, de darse calor frotando sus pies en ojotas cuando el frío cala hasta los huesos. Ella y los maestros están acostumbrados a apelar al ingenio para superar las dificultades. “Junté las patas de unas mesas viejas, le puse un motor y fabriqué un torno. Así empezamos a hacer trompos de madera para que jueguen los chicos”, cuenta Hugo.
“¿Sabe a cuánto está el kilo de citronela en Buenos Aires? –pregunta Gai Villalba, el esposo de una de las maestras–. Porque acá nos pagan 10 pesos pero me dijeron que los de Buenos Aires pagan 40. Es así, el más grande siempre se come al más chico.” Gai saca unas hojas y hace sentir el aroma de esa planta con la que se fabrican esencias para jabones y desodorantes de ambiente. El Soberbio era conocida como la ciudad de las esencias. Ahora están volviendo a cultivar esas plantas. Los chicos ayudan a sus padres en el trabajo y por eso también faltan mucho a la escuela. “A veces los perdemos dos o tres meses y después vuelven. Las familias se trasladan con la cosecha de la yerba y el té”, dicen las maestras. Nada es una queja, todo es natural.
Sonia Ramp es la mujer de Gai. Entra a la escuela a las ocho de la mañana y cuando se va, después del mediodía, deja a los alumnos de paso por las casas. Son los más chiquitos, los de jardín de infantes. Los que viven muy lejos se quedan esperando, jugando en la escuela hasta que salen sus hermanos más grandes, a las cuatro o cinco de la tarde. “Lo único que tenemos nosotros acá es paz. La gente es muy solidaria. Siempre te da una mano”, repite Sonia. Basta mirar alrededor para darle la razón.

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