SOCIEDAD › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
Esta semana fue muy intensa para el jurado del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, del que formé parte. En Bogotá, Colombia, me tocó cumplir esa honrosa tarea junto con los colegas Ignacio Padilla (México), Cristina Fernández Cubas (España), Horacio Castellanos Moya (El Salvador) y Antonio Caballero (Colombia).
Entre 125 libros de cuentos publicados en 2013, que llegaron de todo el continente y de España, y luego de considerar cinco finalistas, el jurado decidió otorgar el galardón al escritor argentino Guillermo Martínez, por su libro Una felicidad repulsiva. La decisión se tomó por mayoría luego de dos arduas jornadas, y en la mañana del viernes, en el Teatro Colón de la capital colombiana, el presidente Juan Manuel Santos entregó el premio al ganador.
Se trata de un galardón que prestigia, una vez más, a la literatura argentina, a la vez que destaca la vigencia del género literario más popular de nuestro país, sí que también el menos publicado, porque es el menos aceptado por las empresas editoriales, en particular las que gobiernan el mercado hispanoamericano. Un sinsentido que devino larga y necia tradición y que bueno sería que empezara a cambiar.
Los indudables méritos de la obra de Martínez, la cual conozco y aprecio desde hace muchos años, acaso funcionen como mascarón de proa de una reconsideración nacional de este género que cultivaron los más grandes escritores de este país. Desde que nuestra literatura nació en 1837 con el cuento “El matadero”, de Esteban Echeverría, fueron grandes cuentistas por lo menos José Sixto Alvarez (Fray Mocho), Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar. Y también lo son muchos de nuestros cuentistas contemporáneos, como Abelardo Castillo, Isidoro Blaisten, Liliana Heker, Daniel Moyano y Angélica Gorodischer, por lo menos.
Por cierto, también los otros cuatro libros finalistas son dignos de reconocimiento, y acaso traccionen en el mismo sentido en sus respectivos países. Pienso obviamente en un notable escritor joven, de Huesca, España, llamado Oscar Sipán, y en un consagrado veterano de la literatura mexicana: Héctor Manjarrez. Y también en el chileno Alejandro Zambra o la también argentina Carolina Bruck. Todos ellos han escrito y aspirado a este premio con obras valiosas. Y así fueron reconocidos en el magnífico discurso del presidente Santos (literario, lleno de sabrosura y a despecho de la durísima circunstancia política que vive hoy Colombia), quien adelantó la compra de 1400 ejemplares de la obra de cada uno para distribuir en el sistema de bibliotecas públicas de este país.
Desde que en la votación final y luego de un riquísimo debate acordamos otorgar este premio -que seguramente se llamará en adelante “el García Márquez”- a Guillermo Martínez, me asaltaron las ganas de reflexionar acerca de cómo la cultura argentina tiene dificultades históricas para posicionarse internacionalmente. Posicionarse como expresión nacional hacia el mundo, digo, independientemente de los probados méritos de muchos y muchas de nuestros artistas e intelectuales.
Me refiero con esto a que las dirigencias argentinas nunca supieron, o no pudieron, instalar un galardón internacional que rinda homenaje a la extraordinaria literatura que se ha escrito y escribe en este país.
Venezuela es un caso ejemplar, porque desde 1964 sostiene el Premio Rómulo Gallegos de novela, que consagró a escritores como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y el mismo García Márquez, y lleva ya 50 años de prestigio por encima de los avatares políticos del país. Con parecido criterio Chile instauró en democracia el Premio Pablo Neruda de poesía, que entre otros fue ganado hace unos años por Juan Gelman. Y México viene sosteniendo desde hace 20 años el Premio Internacional Juan Rulfo.
En todos esos casos, hay una vocación nacional de rendir homenaje a escritores internacionalmente reconocidos, y en ellos mostrar la representación de la cultura del país. Pero la Argentina no supo o no pudo, y acaso ni quiso hacerlo jamás. No tenemos el Premio Jorge Luis Borges al mejor cuento fantástico, por ejemplo. O el Premio Julio Cortázar a la más original obra narrativa. Ningún gobierno argentino tuvo la idea, o la iniciativa, de hacer lo que sí están haciendo los países hermanos mencionados y que ahora Colombia instala eficientemente.
¿Por qué “eficientemente”? Porque el Premio García Márquez viene a cubrir un vacío en materia de galardones literarios hispanoamericanos, destinando 100 mil dólares al libro ganador. La organización, que está a cargo de la Biblioteca Nacional colombiana, ya tiene presupuesto planeado para los próximos 20 años, con acuerdo de la viuda y los hijos de don Gabo. Es obvio que saben que para entonces estará tan prestigiado mundialmente que nadie duda de que los gobiernos siguientes van a garantizar la supervivencia del premio. Como lo ha hecho y viene haciendo Venezuela desde hace 50 años y casi una decena de presidentes de muy distintos signos políticos.
Esto es lo que yo llamaría una política cultural trascendente. La Argentina no la tuvo jamás y ya es tiempo de que se asuma el desafío. Desde que me tocó recibir el Rómulo Gallegos, en 1993, lo he propuesto y discutido con diversas autoridades culturales de nuestro país. Fue predicar en el desierto. Ojalá este premio que merecidamente consagra a uno de los más valiosos narradores argentinos sirva para marcar, de una buena vez, el camino.
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