SOCIEDAD › OPINION
› Por Julio Maier *
El papa Francisco visitó una cárcel boliviana. Allí expresó –según entrecomillado de los periódicos– que “reclusión no es lo mismo que exclusión”. Yo creo que o bien se equivocó en las palabras utilizadas, o bien exageró aquello que quería transmitir, o bien tenemos dos concepciones opuestas acerca de aquello que significa la privación de la libertad carcelaria, la prisión. La pena privativa de libertad es, básicamente, la mayor de las exclusiones posibles en el mundo que ha abandonado la pena de muerte (por supuesto, la exclusión mayúscula). La prisión puede y suele significar, a más de la exclusión del mundo social sin la cual dicha pena no se comprendería, algo más agregado a ella, como la pretensión de que el recluso se reinserte en el mundo social y la ayuda para ello; tal agregado es, según mi opinión, aquello que don Francisco quiso señalar. Pero entonces debió formular su sentencia de diferente manera, diciendo que la pena de prisión no debe significar tan sólo exclusión, sino pretender algún tipo de provecho sobre la base de esa realidad.
Lo que sucede, a mi juicio, es que, al conocer una cárcel por dentro, el panorama de la reclusión y de los reclusos es tan sombrío e hiriente que nos induce a negar el significado principal de ese tipo de pena, sin duda inhumano. Y, mal que nos pese, una enorme mayoría de voces, incluida quizá la del papa Francisco y, por cierto, la mía propia, no puede ni quiere desembarazarse de la pena privativa de libertad, en mi caso, según consiento, por raíces culturales profundas que me impiden prescindir del todo de la prisión como respuesta debida por delitos graves, intolerables, aberrantes. Más aún, sospecho que una amplia mayoría de ciudadanos –y políticos– estima que la pena de prisión constituye la solución de las soluciones a ciertos males sociales, desviaciones de la conducta que se espera de todo habitante, males que hoy en día se menciona con la palabra “seguridad” o, mejor dicho, “inseguridad”; y, para colmo de males, esa mayoría parece desear que la sospecha de un tal comportamiento conduzca directamente, sin demora alguna, a la prisión, sin aguardar ningún juicio y ninguna sentencia.
De allí que no quede otro remedio que atribuirle a esa exclusión un plus provechoso, agregarle una finalidad valiosa que –seamos sinceros– nadie ha verificado empíricamente y, según estimaciones, no sólo no se produce en la gran mayoría de los casos, sino que, antes bien, la reclusión provoca el resultado opuesto contradictorio (reincidencia comprobada o no comprobada, como única posibilidad de vida).
Pero, por lo demás, aquello que vio el Papa en su visita a una cárcel sudamericana es lo que cualquiera de nosotros puede ver si tiene esa posibilidad de inspección: los excluidos formalmente por la pena son casi todos, en su abrumadora mayoría, excluidos previamente de manera informal por las condiciones de vida social, por la desigualdad, por la pobreza. Y, además, un altísimo porcentaje de ellos no están condenados a pena de prisión por un tribunal, sino que esperan, tan sólo, que algún día alguien les explique en una sentencia la razón de ser de su encierro.
Sólo me resta rogar para que la prisión no exista en el cielo y celebro, posiblemente junto al papa Francisco, esa inexistencia. De allí también –quizás– mi negación del infierno.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal, UBA.
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