Jue 23.07.2015

SOCIEDAD  › OPINIóN

San Pocho

› Por Rodrigo Ruete *

“Bajen las armas que aquí sólo hay pibes comiendo. Al de la canción de León Gieco, le dicen el Angel de la bicicleta”, me decía el padre Miguel cuando intentaba explicarme por qué le había puesto Claudio “Pocho” Lepratti a una de las columnas de la capilla que construimos con el apoyo de los Misioneros de Francisco.

Yo insistía en que si no era un santo reconocido, de esos que pasan un largo proceso de canonización y demuestran un milagro, no podíamos ponerle así a un altar en una iglesia. Pero el cura Miguel siempre fue más jugado que yo, lo sé porque lo conozco de chico, por algo dejó su familia de clase media para irse a vivir entre los más pobres y dedicar su vida a acompañar a las familias de las barriadas del Tigre.

De vez en cuando, Miguel me llama para que lo ayude a conseguir cosas para la capilla o para la comunidad y cuando puedo le doy una mano. Hace un par de meses me llamó para contarme que tenía un chico de doce años, que soñaba ser motorman de tren, que era capaz de recitar todas las estaciones de trenes y que su madre enferma quería llevarlo a conocer al ministro Randazzo. Así que llamé a un par de amigos, mande unos mails y me olvidé.

Semanas después, un sábado a las diez de la noche, escucho la voz desesperada de Miguel en el teléfono. Al pibe de los trenes, Ignacio Fontana, lo habían atropellado en su bicicleta y se estaba muriendo en el Hospital de Pacheco. Los residentes del hospital le habían dicho a la madre que si no conseguía una derivación al Garrahan el pibe se moría por una fractura de cráneo.

Esta vez llamé al doctor Oscar Trotta y rápidamente se puso a trabajar. Intercambiamos mensajes, al principio parecía que Ignacio no soportaría el traslado, las versiones decían que Ignacio tenía 15 por ciento de probabilidades de vida, que se quedaría cuadripléjico en cualquier caso y que el daño cerebral era irrecuperable. En esos momentos me llama Miguel y me pregunta qué más podemos hacer. Yo le contesté: “Ya hicimos todas las gestiones, ahora ponete a rezar, pedile a alguien que le falte un milagro, quizá podamos hacer santo a ese Pocho Lepratti”.

Me pasé los días siguientes viendo documentales de Lepratti. Aprendí que fue un seminarista salesiano, de Concepción del Uruguay, que tomó los votos de pobreza y castidad, pero rechazó el de obediencia porque no lo dejaban ir a vivir a las villas. Que por eso dejó el seminario y se fue a Ludueña, en las afueras de Rosario en la década del noventa, a sostener un comedor y a trabajar con los pibes que más sufrieron el neoliberalismo. Aprendí que dio testimonio de vida cristiana pero también fue dirigente sindical, que le decían Pocho porque era de la Jotapé, era afiliado a ATE y a CTA y recorría los barrios con su bicicleta haciendo trabajo de hormiga.

Aprendí que el 19 de diciembre de 2001 cuando la policía de Reutemann entró tirando balas de plomo a la villa, el Pocho se subió al techo del comedor y les gritó: “Hijos de puta, bajen las armas que acá hay pibes comiendo”. Fue cuando una bala le dio en la garganta, símbolo del martirio de un profeta o del fusilamiento de un sindicalista peronista.

Ese domingo me escribió Trotta, que durante ocho horas habían operado a Ignacio, que le sacaron una parte del cráneo y que el pronóstico era reservado. Los días siguientes me escribía Miguel que quizá lo tuvieran que operar de nuevo, que no sabían si aguantaría mucho más. Para esos días, yo sólo hablaba de Pocho Lepratti, me tocó dar una conferencia internacional sobre seguridad social y yo aprovechaba para contar que si hubiéramos llegado antes con la Asignación Universal, Pocho no estaría en el techo del comedor, el Estado que conocieron los pibes de Rosario no hubiese sido la policía reprimiendo, sino el Anses asegurando un piso de protección social. Que los críticos de la Asignación por hijo son los mismos que mataron al Pocho, esos que dicen que las chicas se embarazan por los planes. A los que sostienen que las asignaciones se van en la droga y el alcohol les tendríamos que gritar bajen las armas que aquí sólo hay pibes comiendo. También en esos días me tocó ir a un acto de Cristina en la terminal de trenes de Retiro, el día que recuperamos los trenes para el Estado y pensé en Ignacio y en su mamá.

Miguel me contó que entraba a terapia intensiva y le decía que si se recuperaba le prometía llevarlo a ver los trenes, que tenía que ser fuerte. Y de repente el panorama cambió. Ignacio empezó a mejorar, le sacaron el oxígeno, empezó a mover las manos y los pies, a hablar. Me contó el padre cuando lo fui a visitar con la remera del Pocho Lepratti que una de las primeras cosas que dijo fue que los trenes estaban saliendo con demora en Constitución.

Así que se me ocurrió decirle a Miguel y plantearlo en la reunión de Misioneros de Francisco. Deberíamos pedir la santificación de Pocho Lepratti. Sería un lindo debate en la Iglesia argentina, tener un santo que fue mártir el 19 de diciembre de 2001. Sería un lindo debate en el país darle continuidad a esa memoria que León Gieco encontró en las pintadas de los paredones de Rosario, con la inscripción “Pocho Vive”. Quizás, el Angel de la bicicleta pueda ser el Santo de la bicicleta. Como ese tango de Piazzolla y Ferrer que dice: “Flaco, no te quedes triste, todo no fue inútil, no pierdas la fe, en un cometa de pedales, dale que te dale, yo sé que has de volver”... Quizá lo de Ignacio fue el milagro que lo demuestre.

* Secretario general de la Anses.

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