SOCIEDAD › LA COLECTIVIDAD JAPONESA EN LA ARGENTINA CELEBRA EL CENTENARIO DE SU ASOCIACIóN
A cien años de la fundación de la primera gran entidad de la inmigración japonesa, que comenzó para dar socorros mutuos y mutó según los cambios de sus socios, los nikkei recopilan vidas y cuentan historias argentinas.
› Por Soledad Vallejos
Los registros oficiales dicen que el primer japonés que llegó a Argentina lo hizo hace 130 años y un poco por accidente. Kinzo Makino navegaba como tripulante en un buque británico que naufragó frente a Mar del Plata, entró por algún puerto bonaerense (el de Buenos Aires en algunas versiones, el de Bahía Blanca en otras), se instaló un tiempo en la Capital, luego siguió hasta Córdoba y se fue quedando. Se enamoró de la hija de portugueses Amalia Rodrigues, se casó, se afilió a La Fraternidad, porque saber algo de inglés le había abierto las puertas a un puesto de maquinista en el Ferrocarril Central Argentino. La leyenda dice otra cosa, aunque también tiene a Makino como co-protagonista: el pionero habría sido un tal Franco Olimachi, de profesión malabarista, caído en Buenos Aires por motivos desconocidos mientras recorría el continente con el circo Satsuma (que actuó en el viejo teatro Colón, el que el padre de Carlos Pellegrini había diseñado y erigido en el actual predio del Banco Nación). Omachi sería el malabarista misterioso que tiempo después trabajó con el circo criollo de Pepe Podestá, y el mismo que, en 1892, firmó como testigo el acta del casamiento entre Kinzo Makino y Amalia Rodrigues. Lo que siguió fue historia y se llenó de nombres, de rostros, de inmigrantes que fundaron familias, muchas veces mixtas, y buscaron sus caminos. Más de un siglo después, cuando brilla el sol sobre San Telmo y sobre una mesa se despliegan fotos, libros, revistas, historias de esas (no tan pequeñas) gestas, la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA) bulle. En estos días empieza a festejar sus primeros cien años, un aniversario celebrará con eventos durante casi un año y que encuentra a sus responsables dirimiéndose entre la tradición (que otra vez, por esos caprichos de las décadas, llama la atención de los jóvenes descendientes), la divulgación y la reconstrucción de una memoria social.
El 70 por ciento de quienes pisan hoy la AJA para participar en alguno de sus cursos no desciende de japoneses. Es más: quien dicta el taller de taiko (los tambores japoneses con sonido épico) es expertísimoen la materia pero desciende de italianos. Alberto Onaha, presidente de la Asociación, cuenta el dato y no puede evitar la sonrisa un poco perpleja ante la evidencia de que sí, entre fines del siglo XIX y principios del XXI el agua que pasó bajo el puente construyó integración. Entonces tira del hilo de un siglo y pico. Recuerda que el Censo Nacional de 1895 encontró 10 japoneses en toda la Argentina. “Y siete de ellos estaban en la ciudad de Buenos Aires”, acota Cecilia Onaha, responsable del Archivo Histórico de la Colectividad Japonesa, que está en pleno proceso de crecimiento y reconstrucción (ver aparte), doctora en Filosofía, Magister en Educación y prima de Alberto, a quien no pudo decirle que no cuando la tentó con guiar el acervo de la memoria de la colectividad.
Entre ambos, reconstruyen los pasos de las generaciones pioneras. Recuerdan que cuando comenzaba el 1900, mientras por el Hotel de Inmigrantes pasaban millones de italianos y españoles, de tanto en tanto algunos japoneses, varones, seguían llegando. No era fácil, explican Alberto y Cecilia, no eran muchos, porque en realidad Buenos Aires no era el primer destino, sino el único posible tras una decepción: para hacerse la América habían atravesado el Pacífico y llegado a Brasil, a Perú, de donde huían como podían porque los trabajos que los esperaban no eran lo que les habían prometido. Para pisar Buenos Aires a principios del siglo XX, muchos japoneses cruzaron a pie la Cordillera de los Andes. Luego, les siguieron los que no pudieron entrar en Estados Unidos, por limitaciones migratorias. “Todos llegaban por un tiempo, no para quedarse: venían a trabajar, tenían la idea de hacer dinero y volver a Japón. Pero muchos se fueron quedando”, señala Alberto.
Entre esos afincados estuvieron los 57 jóvenes que, en 1916, fundaron la primera AJA, una institución que “empezó como todas las asociaciones de inmigrantes de esa época, como sociedad de socorros mutuos, para ayudar a integrar a recién llegados”, señala Cecilia.
La Asociación tuvo una primera sede oficial en el límite entre San Telmo y Barracas, en la calle Finochietto, “ahí cerca de la vieja fábrica Bagley”, señala Alberto. También llegó a abrir un colegio bilingüe, que en 1939 fue reconocido oficialmente por los gobiernos argentino y japonés, que cerró cuando Argentina se alineó con los Aliados y declaró la guerra a Japón. Fueron años oscuros, con propiedades expropiadas, prohibiciones de reuniones (“los chicos siguieron estudiando pero en casas: decían que eran encuentros familiares, y allí iban los docentes”, dice Cecilia), y limitaciones que, dice Alberto, no fueron muy estrictas pero se hicieron sentir.
Entre entonces y ahora, la Asociación y la colectividad sufrieron también el impacto de la historia: la ola inmigratoria que siguió a la Segunda Guerra, la emigración de los nietos que deshicieron el camino de los abuelos, los viajes iniciáticos a Japón de las nuevas generaciones nikkei, que se van para volver. Los que por lo general nunca volvieron, cuentan Alberto y Cecilia, fueron los primeros en radicarse en Argentina: Japón, para ellos, seguía siendo una tierra que abandonaron en busca de trabajo, para qué regresar.
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