Dom 14.08.2016

SOCIEDAD • SUBNOTA  › EL ATLAS DE SHIRO SATO

Una familia con historia

› Por Soledad Vallejos

Shiro Sato llegó a Argentina al filo de la Primera Guerra Mundial. Lo esperaba su hermano Heisaburo, que se había instalado en Buenos Aires el año del Centenario, después de un periplo que incluyó atravesar el océano Pacífico, pasar por Perú, cultivar papas en la estancia Juancho, de los Guerrero, manejar un taxi, fundar un café en Montevideo y volver a la ciudad para abrir una tintorería en Virrey del Pino y Arcos. Para cuando pisó suelo porteño, Shiro era todavía muy joven –había nacido en 1903–, por lo que pasó los primeros años de su nueva vida bajo el ala de su hermano mayor. A los 20 se enamoró de Leoncia Sánchez, una hija de vascos por quien se convirtió al catolicismo y con la que se mudó, tras casarse, a una casa de Villa del Parque.

En Buenos Aires, Shiro –un nombre que en japonés significa “cuarto hijo”–, siguió los pasos de Heisaburo –el “tercer hijo”–: se buscó la vida. Manejó uno de los primeros taxis convertidos en vehículo colectivo, fue corredor de sastrería, tuvo dos hijos. Algún retrato lo muestra espigado, galán de bigote anchoa y traje impecable a un lado de su taxi.

Un día Shiro se encomendó a sí mismo la misión de hacer un atlas de japoneses en Argentina. Y entonces empezó su segunda gran travesía: subía a los trenes que salían de Buenos Aires munido de su cámara de fotos y su moto Norton, que cargaba en el furgón; bajaba en el destino final de la formación; peregrinaba por los pueblos. En cada lugar que llegaba, preguntaba, buscaba, miraba, ¿dónde había comercios, tiendas, emprendimientos, trabajos a cargo de japoneses? Cuando los encontraba, montaba la escena y los retrataba. Shiro documentó la vida de los japoneses en la provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Corrientes, Chaco, Entre Ríos, Salta, Santiago del Estero, Jujuy, Misiones, Tucumán. También lo hizo en la ciudad de Buenos Aires, en Montevideo. Nadie sabe cuántos viajes hizo en total, por cuánto tiempo faltó de su casa, cuándo empezó, qué día terminó, por qué dio por concluida la recorrida. Lo único que hay de esa gesta hoy son los recuerdos de la familia Sato y más de un centenar de imágenes, algunas de belleza cinematográfica, todas conmovedoras por las historias de las que llegó a congelar al menos un instante, cuando la fotografía no era un recurso al alcance de cualquiera.

De las fotos emerge una colectividad japonesa tan dispersa geográficamente como integrada. Son instantes que hablan de matrimonios mixtos celebrados al calor de la década del 20, los principios de los años 30, de bares que lo tenían todo para seducir a la bohemia y arrabales varios, de tintorerías tan pujantes que llegaban a emplear a veinte personas, no necesariamente todas japonesas.

La señora de boina negra, perlas y hablar tranquilísimo que hace un rato puso el album de fotos sobre la mesa dice: “Shiro era un personaje muy especial”. Matilde Sato es bioquímica, pianista acompañante del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, nieta de Heisaburo y sobrina nieta de Shiro. Ella rescató de las arcas familiares el atlas que su tío abuelo editó hace 81 años en Japón -porque, por algún motivo, él había decidido que el único lugar posible para volver real su album de fotos, aunque tuviera por destino la Argentina, era Japón–, sino que también comenzó a estudiarlo. Bioquímica y música al fin, Matilde conjugó sensibilidad histórica con mirada científica, y se lanzó a investigar la investigación del hombre que fue el excéntrico de su familia, que “andaba siempre bien vestido” y era fanático de los trajes de casimir inglés. Entonces diseccionó las imágenes, los datos, las historias detrás de cada página; tomó nota de todo para un conferencia que brindó hace un tiempo en la Asociación Japonesa Argentina, a instancias del fervor de Cecilia Onaha.

Porque los caminos de Shiro eran insondables, el “Álbum de la colectividad japonesa en la República Argentina” tiene en sus primeras páginas un retrato del entonces presidente argentino, Agustín P. Justo, dedicado, en 1934, de puño y letra por él “a la laboriosa colectividad japonesa en Argentina”. Luego, entre textos en español (mayormente, direcciones) y japonés, comienza el trabajo del fotógrafo no tan amateur. Shiro registró decenas de los comercios más usuales llevados adelante por los coterráneos de Shiro en ese entonces: tintorerías, cafés, más tintorerías, empresas diversas, granjas. También, lo que Matilde llama “casos únicos”, emprendimientos quizá tan excéntricos para los cánones de la colectividad, tan fuera de lo habitual que ni siquiera la mirada del excéntrico Shiro logró encontrar en cantidad, quizá porque sencillamente no había otros. La lista es breve, los “emprendimientos unitarios” eran 14: la Casa “Kimono”, de Carlos Pellegrini al 1300, cuando la zona era el mundo de los textiles de buen tono; una carpintería de Avellaneda; la estancia “Fuji”, que el ingeniero agrónomo Seizo Ito y su esposa alemana comandaban en Bolívar (“Ito quiso traer trabajadores japoneses, no le permitieron más que unos pocos, no querían que hubiera tantos juntos”, cuenta Matilde); la fábrica de escobas del señor Uchimura en Tandil; la fábrica de pastas La Genovesa, que el señor Akiyoshi tenía en la calle Corrientes al 3700; la fábrica de sillas de madera del señor Saeki, en Monserrat; la fábrica de tejidos de seda de Kato & Cía.; la casa de fotografías Kasay, en Callao al 1400; la frutería Takamizawa, en Buen Orden; el hospital Lumière Cosquín, en Alta Gracia; la Villa Japonesa Juan Kawabata, en Unquillo; la fábrica de máquinas para tintorerías GEM, en Pablo Hansen; la librería Nakagawa, en Once; el elegante negocio de arte oriental Maison Satsuma, en Esmeralda al 1000; la sastrería Katayama, en Tacuarí al 500; la imprenta Nipón, el taller Shinya, en Villa Devoto.

En su recorrido exhaustivo por el atlas que legó su tío abuelo, Matilde lo contó todo: el distrito favorito para radicarse había sido la provincia de Buenos Aires (138 emprendimientos registrados allí); el nombre más elegido para bautizar cafés fue “Tokio” (18 de los bares registrados se llamaban así), seguido por “El japonés” o la variante “La japonesa” (14), apellidos o alguna otra ciudad, “Nipón”, “Japón” o la versión internacional “Japan”, y en mucha menor medida (dos casos, en realidad), “Imperial” e “Imperio”.

Shiro fue a Japón con todas las fotos de sus recorridos; pasó allí una temporada, imprimió el libro, regresó. En Argentina, el álbum no se vendió como pan caliente; fue quedando en la casa familiar. Shiro se dedicó a otras cosas: su taller mecánico, sus inventos (“tiene siete inventos patentados, uno era de un dispositivo que servía para hacer rendir más el combustible, y tenía clientes de eso, dice Matilde”), su familia. Murió en 1971, con 68 años.

“El atlas muestra cómo era Argentina en ese momento para los japoneses. Y mucha gente hoy ve las fotos y encuentra a sus familiares”, dice Matilde, que donó un ejemplar al Archivo Histórico de la Asociación Japonesa Argentina.

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