SOCIEDAD
› ERNESTO RODRIGUEZ, EXPERTO EN JUVENTUD
“Existe el riesgo de caer en un populismo punitivo”
Es uno de los máximos referentes latinoamericanos en políticas públicas para la juventud. Aquí, el sociólogo uruguayo explica por qué fracasó la mano dura en varios países y las claves para enfrentar la violencia juvenil desde la inclusión.
› Por Mariana Carbajal
“¿Para que los escuchen los jóvenes tienen que incendiar el país? Eso es lo que no debiera ocurrir, pero es el riesgo cuando nos acordamos de que existen sólo por su vínculo con el delito”, dice el sociólogo uruguayo Ernesto Rodríguez, uno de los máximos referentes latinoamericanos en diseño de políticas públicas para la juventud. Consultor de Unesco y del Banco Mundial, dirige el Centro Latinoamericano sobre Juventud (Celaju) y actualmente trabaja para el gobierno federal de Brasil. De paso por Buenos Aires, donde participó de un seminario sobre el tema organizado por Flacso, concedió una entrevista a Página/12, en la que analizó el fenómeno de la violencia juvenil en la región, enumeró las claves para enfrentarlo y detalló experiencias concretas que se están llevando adelante en otros países para integrar a la sociedad a los jóvenes excluidos.
–¿Qué resultados han tenido las políticas de mano dura para el control de la delincuencia juvenil?
–Ninguno. Se están poniendo en práctica en países como Guatemala, Honduras y El Salvador y consisten en rebajar la edad de imputabilidad penal de los menores para aplicarles el mismo tipo de sanciones que a los mayores. Tienen manuales policiales que describen como sospechosos de ser o estar vinculados con prácticas delictivas a los jóvenes que forman parte de pandillas. Es evidente que esos programas no atacan las causas estructurales del fenómeno, sino sus efectos más visibles.
–¿Por qué lo dice?
–Es clarísimo que esas pandillas no son sólo espacios de organización delictiva como plantea la policía; ante todo son espacios de socialización. Los propios jóvenes excluidos construyen espacios de encuentro entre semejantes para protegerse unos a otros, para crecer juntos de la mejor manera posible. Los que realmente están vinculados a la actividad delictiva son muy pocos y se castiga al conjunto sin ningún tipo de miramientos.
–¿A qué responde el fenómeno de la delincuencia juvenil?
–Hay una buena parte del fenómeno vinculado a la exclusión social, no solamente a la pobreza: son jóvenes que no tienen trabajo ni posibilidad de tenerlo, han sido desertores del sistema educativo en el caso de aquellos que han estado algún tiempo por lo menos en él, no tienen estructuras familiares que los puedan contener adecuadamente y por supuesto, buscan a través de otro tipo de caminos el acceso a ciertos bienes y servicios que no pueden tener por vías legalmente establecidas. Pero ésa es una parte del asunto. También hay un fenómeno vinculado con la manipulación que de estos jóvenes hacen las bandas organizadas, vinculadas al narcotráfico, la propia policía, otros grupos políticos o empresariales, que los reclutan para todo tipo de actividades.
–¿Para delinquir?
–Sí, sí. Por ejemplo, el fenómeno de los sicarios en Colombia, especialmente en Medellín, desarrollado a partir del auge de los carteles de narcotráfico en los años ’80, que reclutan a adolescentes para matar. Por supuesto, les están ofreciendo mecanismos de generación de ingresos infinitamente superiores a los que pueden conseguir en cualquier trabajo regular por mejor sueldo que tengan.
–¿Esto ya se ve en países como Argentina y Uruguay?
–Creo que sí, pero en mucha menor escala. Estos jóvenes saben que irremediablemente no van a vivir más allá de los 18 o 20 años. Es una opción tomada fruto de las circunstancias y que, además, tiene su atractivo: tener recursos... Tenemos un drama muy grande. Hay una distancia enorme entre la situación estructural de exclusión y las convocatorias a un consumo absolutamente desorbitado a través de medios de comunicación y centros comerciales. La brecha entre el ser y el querer es inmensamente grande. Eso explica muchos de los fenómenos de violencia. Eso, además, está ligado a la crisis de muchas instituciones de nuestras democracias muy débiles, que no están siendo un referente adecuado para mostrar que, evidentemente, hay caminos alternativos al delito.
–¿Qué se puede hacer ante todo esto?
–Lo primero que no se puede hacer es pensar que para un fenómeno que tiene explicaciones múltiples hay una única solución. Y lamentablemente siempre se debate en esos términos. Se requiere una batería muy amplia y variada de medidas específicas, adecuadamente articuladas, en cuyo marco se pueden incluir temas como crear un sistema penal juvenil específico como propone por estos días el gobierno argentino.
–Pero sería sólo una pata...
–Claro. ¿Qué otras patas debería tener? Voy a poner ejemplos de cosas que se están haciendo. En Brasil hay un programa que se llama Abriendo Espacios que consiste en algo tan elemental como abrir los colegios los fines de semana para que se puedan realizar todo tipo de actividades recreativas y al mismo tiempo se brindan alimentación y servicios de salud. Abrir al conjunto del entorno comunitario, no solamente a los alumnos que van regularmente: también a los jóvenes de la zona que han desertado, y que muchas veces se enfrentan con los que siguen estudiando. Esta experiencia, que ya tiene más de cinco años, está funcionando en 1500 escuelas medias en Brasil y cuenta con la participación de más de 500 mil adolescentes. Y se acaba de definir que se va a generalizar al conjunto del sistema educativo en todo el país, porque las evaluaciones han demostrado palmariamente que los índices de violencia juvenil en el entorno de estos colegios han bajado notoriamente.
–¿Cuál es la clave?
–Que hay un sentido de apropiación de esos espacios por parte de quien está afuera. Este tipo de programas ayuda muchísimo a disminuir el potencial de violencia. Pero la clave está en que se realicen en combinación con muchas otras medidas. En Uruguay se está trabajando en la capacitación de la policía para que entienda qué es un adolescente, para así erradicar las razzias, evitar las estigmatizaciones de los jóvenes y lograr un acercamiento entre la policía y el vecindario. Hoy hay un mecanismo de diálogo permanente en varias comisarías de Montevideo y Canelones –donde se registra el 80 por ciento del delito– con grupos de jóvenes de la zona. Hay sanciones para los que no cumplen con los acuerdos que se fijan, hay penas muy graves para los abusos policiales contra los adolescentes. Pero, además, hay que prevenir los focos de violencia en otros campos. Entonces, desarrollamos un trabajo vinculado con docentes de la enseñanza media respecto de cómo trabajar los temas de violencia cotidiana en el aula, no ya del delito; pero de la violencia cotidiana al delito hay un paso. Hemos trabajado mucho también con medios de comunicación, que como norma general hacen un destaque muy morboso de la problemática juvenil.
–¿Qué tipo de trabajo hicieron con los medios?
–En general, los jóvenes que aparecen en los medios son los rubios de ojos celestes exitosos o los que delinquen; los que estudian diariamente, que se matan por conseguir un trabajo, jamás son noticia. Hemos hecho algunas iniciativas como concursos de buenas noticias para mostrar otra imagen vinculada a los jóvenes. El punto es crear mecanismos de participación en las propias zonas donde estos jóvenes viven, para que las reglas de juego que primen no sean siempre las basadas en la violencia. En Montevideo hay un acuerdo entre la intendencia y una ONG de un grupo salesiano, por el cual una parte de la recolección de la basura está a cargo de jóvenes marginales. Por el trabajo, reciben ingresos. El proceso ha sido excelente.
–En un contexto de tanta pobreza como el argentino, ¿qué se puede hacer con tantos jóvenes que no estudian ni trabajan?
–Ese es el punto fundamental. Mi impresión es que en estos últimos años en Argentina todas las decisiones que se han tomado por acción o por omisión han ido en beneficio de los adultos y han perjudicado a los jóvenes. Es muy obvio que las tasas de desempleo juvenil han crecido mucho más que las de los adultos. ¿Por qué? Porque ha habido medidas de creación de empleos aunque sean precarios destinados a los adultos como el Plan de Jefas y Jefes de Hogar. El problema que tenemos es que los jóvenes no están organizados, no tienen un mecanismo de presión legalmente establecido para conseguir políticas que los protejan. La responsabilidad de un gobernante es ver cómo hace para incluirlos efectivamente. No es simple. Pero, en todo caso, lo peor que se puede hacer es desconocer que hace falta incluirlos de alguna manera y tener con ellos algún tipo de diálogo. Hasta los propios piqueteros han logrado tener un acercamiento hacia el gobierno y eso no era concebible tres o cuatro años atrás. ¿Para que los escuchen los jóvenes tienen que incendiar el país?
–Pero los resultados, ¿se pueden ver a corto plazo?
–Uno puede actuar sobre las causas estructurales y puede tener efectos inmediatos. Pero muchas veces se toman medidas para calmar a la opinión pública, aunque no solucionen nada, en una especie de populismo punitivo. Por ejemplo, decir que se crea un régimen especial de responsabilidad penal juvenil –que significa una inversión de recursos muy grande para su montaje efectivo–, sin saber de dónde van a salir los recursos.
–Hay quienes sostienen que no se pueden aplicar penas de privación de la libertad a menores, aun dentro de un régimen especial para menores. ¿Qué opina usted?
–Hay situaciones específicas en las que hay que pensar en mecanismos de privación de la libertad, pero deben ser usados sólo excepcionalmente y tiene que haber separación absoluta de las cárceles de mayores. Las penas deben estar establecidas por ley, no pueden quedar al arbitrio de un juez como ahora. Pero lo central es implementar penas alternativas a la privación de la libertad.
–¿Como cuáles?
–Una de las fundamentales es la que se conoce como libertad asistida, en la cual los jóvenes no están privados de la libertad, pero tienen que hacer trabajos comunitarios: llevan una vida normal, pero acompañados por ONG que se encargan de controlarlos. En Argentina un menor institucionalizado le cuesta al Estado 1700 pesos por mes. Y sólo en el área metropolitana hay unos 8000 en esas condiciones. Estas medidas alternativas significa pensar en inversiones de 200 o 300 pesos por mes. El problema es que las instituciones se perpetúan: imaginémonos que detrás de esos 1700 pesos por mes de cada uno de los 8 mil jóvenes hay trabajo para un conjunto de funcionarios. De ahí no van a surgir los cambios jamás.