SOCIEDAD
› OPINION
El cuerpo expropiado
› Por Marta Dillon
Hay algo ejemplar en el fallo que condenó a un hombre por violar a su esposa que va más allá del monto de la pena, y es que hace visible una forma de violencia que a las mismas mujeres les cuesta reconocer. Es común considerar las relaciones sexuales como un deber marital al que ellas deben acceder más allá de su deseo. Ellos, dice el más arcaico lugar común, tienen “necesidades”, urgencias, pulsiones compulsivas que hay que satisfacer porque de alguna manera necesitan desahogarse. Si no es con la esposa, será con otra, y habrá una única culpable de ese desvío masculino. Con esa sencilla herramienta de coacción, generaciones de mujeres dejaron sus cuerpos laxos a disposición de quien, se suponía, tenía derechos adquiridos en el matrimonio y validados por un consenso social que entendía de deberes de unas y urgencias de otros. Es cierto que esta premisa empezó a desintegrarse hace menos años de los necesarios para que se trate sólo de un recuerdo de abuelas. Pero su huella persiste como un sino, sigue siendo una excepción que una mujer se reconozca violada dentro del matrimonio y mucho más difícil es que esta situación sea escuchada a la hora de hacer una denuncia. Dicen las estadísticas que en Estados Unidos las violaciones dentro del matrimonio son más frecuentes –entre un 10 y un 14 por ciento– que las que se dan, por ejemplo, después de una cita. En nuestro país no existen estadísticas, aunque cualquier persona habituada a escuchar casos de violencia intrafamiliar sabe que las relaciones sexuales forzadas forman parte de estas situaciones, aunque pocas veces sean el motivo principal de preocupación de las mujeres golpeadas. Antes que eso, acceder a exponer su cuerpo al deseo del violento es una estrategia que muchas mujeres usan para poner a salvo su vida. Recuerdo particularmente el testimonio de una mujer de Río Negro, madre de once hijos, a la que entrevisté cuando había conseguido la autorización legal para ligarse la trompas. Tenía 37 años y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando le pregunté si alguna vez había disfrutado de sus relaciones. Ella solamente se “dejaba”, y cuidadito con que el marido le encontrara algún anticonceptivo. Sería señal de que estaba viendo a otro. Es una estrategia arriesgada, pero demasiado frecuente. Tal vez se conjure el golpe inmediato, pero no la violencia. El cuerpo queda expropiado, preso de embarazos no deseados, expuesto a infecciones como el VIH-sida, que cada vez se expande más rápido entre las mujeres. A revertir esta situación puede ayudar este fallo, que puede ser ejemplar siempre que la información que produce llegue a tantas mujeres que sencillamente “se dejan” para poner a salvo sus vidas.