Lun 07.02.2005

SOCIEDAD

Ultimos sobrevivientes de la postal marplatense

La competencia con los grandes buques pesqueros fue desplazando a los clásicos barquitos amarillos de las empresas familiares. Hoy sobreviven unos pocos. Son los últimos representantes de la pesca artesanal marplatense.

Por Carlos Rodríguez
Desde Mar del Plata

En el puerto de Mar del Plata, los barquitos amarillos de las empresas familiares que viven, al día, de la pesca, siguen siendo el principal motivo de las postales que fotografían los turistas desde el remodelado paseo junto al mar (ver aparte). “Hoy no era un día para salir, pero si no salimos no comemos.” Antonio, 48 años, es pescador por segunda generación, y en los fríos amaneceres de los primeros días de febrero se hizo a la mar, a pesar de las prevenciones que aconsejaban no salir de puerto. “Nosotros sabemos cómo está el mar, de ojímetro, casi sin necesidad de consultar a la Prefectura o al Servicio Meteorológico, pero a veces no queda otra que salir”, repite Antonio mientras baja, con la única ayuda de los tripulantes de otro barquito similar al suyo, seis cajas llenas de pescado, fruto de varias horas de trabajo, desde antes del alba hasta el mediodía sin sol, nublado y ventoso, que sirve de marco a la charla con Página/12.
Este verano, como todos los años, se realizaron numerosas marchas y demostraciones en el puerto, para reclamar contra las grandes compañías pesqueras, nacionales y extranjeras. “Siempre estamos en desventaja respecto de los grandes buques fresqueros y congeladores”, se queja Luis Ignoto, presidente de la Sociedad de Patrones Pescadores, institución que reúne a los propietarios de las pequeñas embarcaciones que engalanan el puerto marplatense, aunque en sus proas y popas registran las heridas visibles del paso del tiempo y las tempestades. Los fresqueros son los que capturan las presas en alta mar y las llevan a puerto, donde son elaboradas y puestas en los congeladores. En cambio, los grandes buques factoría vuelven de largas travesías con todo listo para comercializar y atentan contra el trabajo artesanal que permite comer a los más pobres. “Los grandes buques reducen la mano de obra y provocan desocupación; esto avanza y atenta contra la economía familiar”, certifica Antonio.
En los mejores momentos, en el puerto estaban amarrados “más de 300 barquitos; ahora somos muchos menos”. Ante lo que ellos consideran una “competencia desleal” amparada por algunas normas vigentes, muchos pescadores pequeños se fueron a trabajar a la ría de Lavalle, a la de Bahía Blanca o a San Antonio Oeste. “Muchos optaron por emigrar, pero nosotros seguimos acá, es nuestra vida”, comenta Atilio, desde la proa del “Santa Teresita”, que amarrado en el puerto le echa una mano al “Virgen de Lourdes”, que llega con su preciada carga, luego de una dura travesía de varias horas luchando contra el mal tiempo.
“Muchas lanchitas directamente desaparecieron y algunos patrones, decepcionados, vendieron sus embarcaciones y comenzaron a trabajar en la flota de mediana altura, que tiene una autonomía de cuatro o cinco días, o a la de altura, cuyos buques pueden permanecer hasta quince días en altamar; lo nuestro es artesanal, no sirve para ganar mucho dinero”, dicen casi con las mismas palabras Antonio y Atilio. En los días buenos, los barquitos llegan a puerto con 40, 50 o a lo sumo 60 cajones de pesca variada: algunos langostinos o calamaretis, mucha palometa, gatuso (proyecto de tiburón), pescadilla, corvinas, alguna raya. El cajón se vende en el puerto a 40 o 50 pesos, según la calidad de la carga o el peso. “Cuando el tiempo está malo y salimos, el riesgo es doble: por cuestiones de seguridad y por el riesgo a venir con una carga que no justifique el gasto de combustible”, insiste Antonio a la hora de evaluar decisiones que se toman “con el agua al cuello” por la falta de un salvavidas económico que los proteja del naufragio.
“En el ’81, justo para el mes de febrero, nos tocó vivir la tempestad más brava, de las muchas que tuvimos en el mar. Estábamos en altamar y la tormenta comenzó de golpe. La red de pesca cayó sobre las aguas, que venían barriendo la cubierta, de lado a lado. Las olas tenían como 20 metros y empujaron la red hacia el timón y quedó enredada en la hélice. Tuvimos que parar el motor y quedamos a la deriva. La radio no funcionaba bien y no podíamos pedir auxilio. Algunos pescadores se pusieron a rezar, la mayoría son muy creyentes. Otros insultaban. Lo único que se me ocurrió pedirle a Dios fue que me diera unos años más de vida, que no me matara justo ese día. Y se dio así. Las aguas comenzaron a calmarse, pudimos desenredar la red y volvimos a puerto. Para todos fue un milagro.” Antonio cuenta una experiencia vivida a los 24 años que todavía lo impresiona. “Te da miedo, es cierto, pero también te hace querer al mar. Tenerle respeto”, dice con una sonrisa mientras sacude el cajón lleno de pescado fresco.

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