Sáb 05.01.2002

SOCIEDAD  › LOS VERANEANTES QUE NO PUEDEN DESCONECTARSE DE LAS NOTICIAS

Tomando sol enchufados a la crisis

Cacerolazos, juras de presidentes varios, devaluación. La vorágine informativa arrasó la pretensión de unas vacaciones tranquilas. En Mar del Plata, los canillitas de la costa nunca vendieron tantos diarios. La gente discute en las playas. Muchos escuchan la radio. Historias de veraneantes pegados a la crisis.

› Por Alejandra Dandan

Tal vez se han convertido en los verdaderos especialistas. Lidia Aturralde anda con su vieja radio portátil, como ésas que su marido usaba en la cancha. Habla del dólar, de cuánto baja el peso y de cuánto suben los precios. “A fin de cuentas venimos a desenchufarnos, ¿o a qué vinimos? ¿me querés decir?”, se enoja con ella misma. Todo parece salido de alguna tira de Mafalda. Lidia es sólo un modelo replicado entre cientos en el centro de la playa Bristol, donde los más contentos son los canillitas. Estos días han vendido más diarios que en los mejores tiempos de las viejas temporadas. La gente que ha empezado a llegar en cámara lenta todavía no se anima a dejar del todo los buenos aires de sus lugares de pertenencia. Los que no tienen radio usan los diarios y los que no tienen ni para comprarlos hacen colas en los negocios para pedirlos prestados: la crisis barrió hasta la pretensión de despejar la mente entre el agua y la arena.
Es difícil saber dónde termina la capacidad argentina para soportar la crisis. Desde hace años, Lidia viene escuchando que todo está peor, pero nunca como éste. Así, siempre. Ahora es una de las jubiladas que está entre el puñado de turistas que arañan las pocas extensiones de arena que han quedado fuera de esos corralitos privados cada vez más grandes, y aún vacíos, en la Bristol. Lidia es Lidia para unos y Beba, dice, para todo el mundo. Desde hace un rato tiene una radio que le cabalga en la oreja. Pasa de las emisoras locales a las de Buenos Aires.
–¿Viste? Todavía no me desenchufé –reconoce.
Ahora mismo está nerviosísima por un crédito que tomó prestado sobre una hipoteca. En esa rueda es la única que se esperanza: “Imaginate, algo van a tener que hacer con todo esto, sino todos van al remate y eso no puede pasar”.
Por ahí al lado, a Raúl Alvarez no le alcanzan las manos para pasar el mate, el diario y buscar la frecuencia que, de vez en cuando, termina perdiéndose. Es uno de los más chochos, lo dice así porque negocio como el suyo, no hay otro. Llegó con sus amigos, todos jubilados, hace tres días. “Y vinimos por nada: 109 pesos pensión completa -.dice con voz de relator de fútbol–: seis días y cinco noches, una ganga.” Sí, le soplan al lado: “una ganga que ahora se termina”. Medio en broma, medio en serio, Iris Botero le está diciendo que ya todos los precios se están remarcando.
–Ya lo escuché, querida, el treinta por ciento y el dólar se fue a uno cuarenta o cuarenta y cinco.
A nadie parece alcanzarle las páginas de los diarios que van y vienen, se leen de arriba, después de abajo y más tarde se cambian como figuritas repetidas con los vecinos de carpa que ahora discuten cómo limitar también el horario de información en la playa. En eso están Ezequiel Sánchez García y Lucrecia, que acaban de enterarse del tercer cacerolazo del día de la asunción de Duhalde. Hasta ese día no habían comprado el diario. No estaban saturados, pero realmente pensaban someterse exclusivamente al descanso. No pudieron, y no porque les haya interesado la devaluación o las medidas. Cada vez que dejan el alojamiento en el hotel, las novedades los tapan. La cola de una hora en el cajero del banco Galicia los puso un poco al tanto; el resto lo buscaron en ese Página/12 que desde hace un rato llevan encima.
Los dos están tirados en un bordecito de la Bristol, muy cerca de Marcos y Carla, los hijos de Ezequiel que andan algo aburridos de tanta playa. “Lo que falta acá son cosas para chicos”, le sale al padre, preocupado por los precios “ya remarcados”. “Ni siquiera le pasan liquid paper para disimular, te los pasan de 8 a 13 así como si nada”, se irrita.
–Le puedo decir algo .-llama uno de los padres de familia que anda por esta playa. –¿?
–Yo le quiero decir a la gente de la Capital que no puede ser que un grupo de personas cambie al presidente todas las semanas.
Después del comentario, se presenta: Miguel Ponce, de La Matanza. “Es más –dice–, se lo digo yo que vengo de uno de los lugares más pobres del conurbano. Nosotros tenemos inundados, tenemos saqueos y no salimos a voltear los presidentes que ellos mismos votaron.” En la refriega de la discusión, su mujer va pidiendo a los cronistas que vuelvan para contarles cómo, a pesar de todo, es posible tomarse las vacaciones y arreglarse.
Ya se aproxima el mediodía y don Rafael, que no quiere saber nada de las fotos ni de los apellidos, está dele y dele con el dial de la radio buscando el anuncio de la devaluación. Es uno de los históricos de estas playas cuidadas desde hace 27 años por César López, el guardavidas que este año ha quedado sometido a un part time patrocinado por los bancos. “La gente viene y me dice ‘mañana vengo más tarde’. A esta hora está el 50 por ciento de lo habitual, el resto se la pasa haciendo cola en los bancos.”
Aun así, Daniel de Jesús decidió tomarse el día franco. Esta mañana no hizo bancos y se tiró de cabeza en la arena. Ahí está, boca abajo y con una antena tan larga que parece un mecano a transistores. Está de vacaciones hace unos días, aunque no logra dejar de pensar en el kiosco que dejó para que lo atendiera su hermana del Tigre. Este muchacho de veinte años es otro de los que con tantos cambios no sabía si llegaría a la costa. Sus dudas empezaron después de los saqueos, cuando los distribuidores del kiosco empezaron a subir los precios. Al final se decidió el 2 de enero: “Me voy, pase lo que pase, me voy lo mismo”.
Más lejos, casi sobre el cordón de arena frente al Hermitage hay un empleado público con lentes de sol, más una hija, más un sobrino, más castillos de arena, más palita. Estaba tranquilo, hasta que llegaron las preguntas. Ahora, mientras se despide, habla de economía, se enoja con una vecina de carpa porque sus hijos no dejan de arrojarle arena y alcanza a gritar:
–De mi parte está todo dicho: a todos hay que prenderles fuego.

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