SOCIEDAD
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Los nuevos emprendedores
Para muchos usuarios de la marihuana, el verano de 2005 otorgó aventuras dignas de ser contadas a los nietos. El trasfondo de una sequía sólo comparable con alguna de años atrás, que las camadas de fumadores más recientes sólo habrían imaginado en sus peores pesadillas, hizo que los meses de diciembre a marzo fueran demasiado reales. Se sabe que la crisis alcanzó a la mayoría de las provincias y países limítrofes. Esta circunstancia llevó a la población fumadora argentina a recurrir a los métodos más descarados. Algunos aprovecharon que el que se las vendía estaba preso para meterse en su casa y pelar las plantas de marihuana que hacían al negocio. Otros comenzaron a cultivar, una práctica habitual en el hombre por siglos que quedó en desuso con la llegada de supermercados. Pero como muchos fumadores viven con sus padres, están obligados a sembrar en el más temeroso de los silencios. Hay también quienes lo hacen con la venia –y hasta la ayuda– de padres y abuelas. Agricultores novatos, muchas veces sus cultivos fracasan, por lo que no dejan de educarse de boca en boca.
Lo hablaron en una pausa de su trabajo, que consistía en once horas de estampado de remeras. Hacía unas semanas había caído preso Claudio, que con su ciclomotor hacía entregas de droga a domicilio. Entrado febrero, él era el único de sus transas conocidos que tenía marihuana, y bastante buena. La policía lo había detenido en uno de esos viajes, y a decir del pueblo, estaba “hasta las manos”. Facundo sabía dónde vivía Claudio. En la pausa de trabajo del mediodía siguiente fueron a su casa y golpearon las manos. Su madre, como le había aconsejado su hijo preso, vendió la moto y se mudó a lo de un familiar. Se metieron. El fondo de la casa daba a un campo vecino en el que había tres plantas de marihuana. Con los nervios sólo encontraron una, que desplumaron y guardaron en una bolsa plástica.
Con la operación cada uno obtuvo cien gramos, que pasaron a mejor vida en los meses críticos. Facundo y Aníbal creyeron que lo más feo había pasado cuando, saliendo de lo de Claudio, venía por la cuadra un patrullero. Aunque se veían compartiendo celda con el dueño de casa, el móvil policial les pasó al lado como un tiburón que por alguna inexplicable razón prefiere no comérselos. Esta aventura que relataron detalladamente a todos sus amigos caducó cuando hace poco Claudio, incomprensiblemente libre de nuevo, apareció en el trabajo de Facundo y Aníbal. Buscando al primero. Hoy, si bien duermen tranquilos, van por la calle perseguidos por toda sombra. Pero no se arrepienten: sobrevivieron.
Con ilegalidad similar pero con más códigos, Carlos tiene en su cuarto dos macetas con sus respectivos brotes. “Me gustan las plantas. Tengo muchas: kinotos, albahaca, un ombú y un arce bonsai. Las otras dos están ahí. Más adelante no sé, supongo que les diré. Igual ya la vieron.” Sus padres se enteraron de que fumaba “por deducción”. “Supieron que mi primo fumaba, porque él les había dicho a mis tíos. Mis viejos me preguntaron ‘¿vos fumás?’. Y les dije que sí, no lo iba a ocultar”, contó Carlos.
Lo que le gusta de sus plantas es que “son exóticas. Por lo demás, ya no fumo casi. A mis viejos les dije que ya no fumo más”. Carlos, de veinte años, aseguró que lo suyo es “un hobby”, hasta el punto de que “si salen macho me las voy a quedar igual”. Se encargó de desenmascararse solo cuando una mañana vio el brote de una de sus plantitas. “Fui refeliz y le dije a mi mamá ‘mirá, tiene un brote’. Ella me dijo ‘¿de qué es?’”
–No sé.
–Cómo no sabés –dijo su madre.
–Le saqué a un amigo unas semillitas. Me parece que son de una ruda medio salvaje.
–¿No será marihuana? –advirtió la señora.
Ignacio reiteró su “no sé”. Y ante este diario asumió que “lo que me pone en evidencia es que les estoy muy encima. Cuando veo que llueve las saco a la lluvia. Mi vieja me ve ir de acá para allá con ellas y me dice ‘le vas a hacer mal, pobres plantas, con tantos cuidados’. Uno de estos días se lo digo”, prometió. Ojalá su madre no se entere hoy con este informe. Es consciente de que lo que hace es “reilegal”, a la vez que brinda sus cuantiosos ingresos: “Tenía un amigo que con siete plantas se hizo 5 mil mangos, vendiendo a mil pesos el kilo. Era de la copada”, apreció.
Pero Carlos no está de acuerdo con “andar en ésa”: “Es un mambo que no me parece. Siempre con la persecuta de que nadie se entere, andando con temas jodidos. Casi siempre terminan en la cárcel. Es malísimo tener que dedicarte a eso. En cambio, tener una plantita es mucho más tranqui”, dijo.
Carlos tenía la ventaja de saber tratar al fascinante mundo vegetal. En cambio, la virginidad en el tema dio a Simón un disgusto. Su madre sabía que fumaba desde que tenía 16 años, cuando la policía lo detuvo junto a sus amigos en el sur del país con un cuarto de kilo de marihuana. Tres años después, viendo por televisión el trasfondo del negocio y la producción de la droga, su madre le dijo “con quién te juntarás para conseguir esa porquería a la que no sabés qué le ponen”. Rápido de reflejos, Simón replicó: “Si querés que me mantenga lejos de esas cosas, dejame plantar en casa”. Al principio la mamá se resistió, pero pronto razonó y aceptó. Hasta el punto de que cuando su hijo se iba de vacaciones, ella se encargaba de regarla. La planta creció en el baño, de donde tenían que sacarla a las corridas cuando venían de visita familiares que habrían abierto la boca muy grande si se hubieran enterado.
Cuando su madre no estaba, Simón hacía pasar a sus amigos para mostrar el tesoro que se gestaba en el baño. Hasta apareció una cámara digital que inmortalizó la planta en diversas poses. Pero llegó la desilusión. Un cultivador experimentado cayó con uno de los amigos y dictaminó: “Es una planta macho. La que pega es hembra”. En un instante de ira, Simón pateó la planta y resolvió tirarla a la calle. Piadoso, uno de sus amigos la recogió y guardó los pedazos adentro de un rollo de fotos. En la reciente sequía, a falta de nada mejor se la fumó. “Pega light, pero pega”, informó este amigo, aunque acepta que el efecto pudo haber sido sólo el oasis imaginario de un sediento.
Durante este mismo período, Mario, en el patio de su lugar de trabajo, no vio un espejismo: eran dos plantas de marihuana abandonadas entre la tierra y la sequía de otros vegetales no tan atractivos a sus ojos. Cuando se acercó a ellas, les quitó las hormigas que transitaban y masticaban las hojas. Le pidió a su jefe que se las regalara, quien accedió con desapego. En su casa, mezcló las plantas entre las de su abuela en el patio de atrás. Cada tanto, Mario arrancaba un pedazo que secaba con el encendedor para quemarlo definitivamente enrollado en papel. Cuando su abuela quiso saber qué clase de plantas eran esas que ella misma regaba todas las tardes, Mario dijo “son bonsais”, y todo quedó ahí.
En esos días de sol sin cigarrillos, Matías se fue a vivir con su novia. Entre otras cosas, aprovechó la soledad familiar para poner a germinar semillas de marihuana de acuerdo con el procedimiento enseñado por las maestras en la escuela primaria. Cumplido este paso, volvió a consultar a su experimentado hermano para que le dijera cómo seguir.
Lo tenía en muy alta estima desde que se enteró de que cultivaba diez plantas en su cuarto de la casa familiar. La madre de ambos también las vio, pero no preguntó de qué eran. Pedro, hermano de Matías, cree que ella no quiso saberlo, o que se percató con demasiada claridad: “Jamás corté el pasto, y ahora me veía yendo y viniendo con las diez plantas como si fueran mis hijos. Algo debe haber sospechado”, minimizó ante Página/12. Regaló plantas a sus amigos y fumó otras. De esa experiencia Pedro sacó una maña de hombre de tierra: “Hay que esperar a que la planta madure bien, así cría mucho THC, que es lo que pega”, afirmó.