Dom 26.03.2006

SOCIEDAD  › DEBATE ENTRE INVESTIGADORES ARGENTINOS Y URUGUAYOS POR LAS PAPELERAS

El turno de la ciencia

La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA reunió a científicos de uno y otro lado del Plata para discutir con bases racionales el conflicto por las plantas. Hubo acuerdo en que Uruguay tiene derecho a construirlas y Argentina,0 a noser contaminada. Las propuestas para una posible solución.

› Por Pedro Lipcovich

“... Así fue como, en 2006, se llegó a un acuerdo sobre las plantas de celulosa sobre el río Uruguay. Se estableció un organismo de control con representantes de ambos países, que incluía técnicos especializados independientes y representantes de organismos internacionales. El monitoreo no dependía de inspecciones sino que se efectuaba en forma permanente mediante sensores computarizados instalados en puntos clave. Los acuerdos de preservación ambiental incluían no sólo la referencia a legislaciones avanzadas como las de la Unión Europea, sino compromisos de adecuación a eventuales futuros avances en las tecnologías de cuidado del ambiente; los acuerdos también instituyeron mecanismos permanentes para la participación de la comunidad y sus organizaciones en el control ambiental”: en esta hipotética página, escrita por un historiador del porvenir, vendrían a reflejarse los criterios de la mayoría de los investigadores, uruguayos y argentinos que, por primera vez, se reunieron en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA para examinar la cuestión. Para que ese u otro acuerdo fuese posible, habría que rectificar el hecho de que, según observó uno de los científicos, “argentinos y uruguayos estamos empantanados en planteos maximalistas: desde la consigna ‘¡No a las papeleras!’, es imposible negociar; desde el planteo uruguayo ‘No damos información porque es nuestra soberanía’, tampoco”.

El foro de debate se denominó “El conflicto de las plantas de celulosa del río Uruguay: una aproximación científica al tema”, fue organizado por el Departamento de Geografía de aquella facultad y moderado por Claudia Natenzon. Luego de finalizado, los participantes dialogaron con Página/12.

Irene Wais de Badgen, ecóloga, profesora de la UBA, señaló que “si las empresas cumplen su anuncio de utilizar la misma tecnología que emplean en Europa, los aspectos ambientales más importantes van a estar cubiertos. En 2001, un organismo de la Unión Europea llamado IPPC (Integrated Pollution Prevention & Control) publicó un documento de 500 páginas donde establece, específicamente para plantas de celulosa, las mejores técnicas disponibles para preservar el ambiente; no conozco nada mejor que esto, ni en Estados Unidos ni en otra parte del mundo. Tanto Botnia como Ence, las dos firmas, afirman que utilizarán esa tecnología”.

Sin embargo, Wais destacó “una gran preocupación: que, una vez que las plantas entren en funcionamiento, no se preserve un control estricto sobre ellas; porque a las industrias, todas, hay que estarles encima”. ¿Quién debería ejercer ese control? “En la actual Comisión Binacional del Río Uruguay (CARU) no hay suficiente presencia técnica: es importante que se convoque a profesionales independientes, no sólo a funcionarios gubernamentales; estos técnicos tendrán plena libertad ética, sus criterios no estarán supeditados a los de ningún jefe y convendrá que actúen en contacto con los técnicos de las fábricas involucradas”.

Es que la contaminación también puede ser sutil: supongamos “un efluente que incremente la temperatura del agua del río en sólo una décima de grado: eso hace que las ninfas de los insectos acuáticos eclosionen antes: aparecerá una enorme nube de insectos y, al faltar las ninfas, no habrá alimento para peces y, sin peces, no comerán las aves acuáticas: un efecto catastrófico. Cuidar la temperatura de los efluentes es muy sencillo pero, si nadie controla, quizá las empresas no lo hagan”, comentó la ecóloga.

El uruguayo David González, profesor en la Universidad de la República, Montevideo, especialista en química “verde” o sustentable, también priorizó el criterio de “el máximo control y la mejor tecnología”. González advirtió que “las empresas se comprometieron a usar desde el principio la normativa que en la Unión Europea entrará en vigor a partir de 2007” y señaló que “se podría exigir a las empresas que aporten todo o parte de los fondos que requerirá el funcionamiento de la entidad binacional de control: ésta podrá ser la CARU, adecuadamente reformulada, o bien un organismo nuevo”.

El investigador uruguayo estimó que esta agencia binacional “podría hacer el seguimiento de todos los agentes contaminantes en el río: los efluentes de las ciudades suelen ser más contaminantes que los de muchas industrias; además, los agroquímicos que se usan intensamente en las dos orillas, por ejemplo en las plantaciones de soja, eventualmente contaminan los afluentes del Uruguay y el Paraná, y terminan en estos grandes ríos”.

Raquel Alvarado, también uruguaya, profesora en el Departamento de Geografía de la Universidad de la República, subrayó la importancia del “control ejercido por la comunidad. Si hay buenos controles, el resultado va a ser aceptable, la cuestión es si se podrá controlar. Si va a haber algo rescatable de este conflicto, será que va a haber muchas miradas pendientes de los resultados del control”.

Nada es despreciable

Jorge Etcharrán –quien, además de ser profesor de química en la UTN, fue secretario de Medio Ambiente de la Provincia de Buenos Aires entre 2003 y 2005– no ocultó su preocupación por el hecho de “que se instalen dos plantas de celulosa tan próximas y con una capacidad de producción tan inmensa, hasta dos millones de toneladas por año entre las dos. Con un volumen tan grande, magnitudes contaminantes que en principio se consideran ‘despreciables’ pasan a ser relevantes, como sería el caso de las dioxinas” (ver nota aparte).

Otra preocupación formulada por Etcharrán se centra en “el lugar donde se localizan las plantas, próximo a ciudades y emprendimientos turísticos. Como los vientos predominantes provienen del noreste, los efluentes gaseosos provenientes de la chimenea que ya construyó Botnia, de más de 110 metros de altura, irían hacia la provincia de Entre Ríos”, y “los modelos de dispersión gaseosa incluidos en el estudio de impacto ambiental no ofrecen datos suficientes para evaluar las consecuencias”.

En cuanto a los efluentes líquidos, “a partir de los estudios que presentaron las empresas resulta que sólo se haría un pretratamiento, que se limita a la eliminación de sólidos; no se planteó un tratamiento químico de los efluentes, tema que recién ahora las empresas se avendrían a discutir”, sostuvo el mismo investigador.

La respuesta a estos problemas estaría, para Etcharrán, en “empezar por un diagnóstico real del problema, que incluya no sólo los impactos territoriales y ambientales sino los conflictos socioeconómicos que pueden plantearse en ambas márgenes”. Luego, “si Uruguay mantiene su postura de ubicar las plantas en ese lugar, la Argentina tiene derecho a exigir que se genere el menor impacto ambiental posible y a contar con plena información sobre dónde van a descargarse y qué tratamiento van a tener los efluentes”.

Y, cuando empiecen a funcionar las plantas, la Argentina deberá “participar en el monitoreo; si es necesario, además, puede recurrirse a un organismo internacional independiente que participe en este control”. Y, en caso de que se produjera algún daño ambiental, “tener previstas baterías de medidas de remediación o mitigación”, enumeró Etcharrán.

Ojo a la picardía

“Argentinos y uruguayos estamos empantanados en planteos maximalistas”, sostuvo Adolfo Koutoudjian –profesor de geografía en la UBA y en la Escuela de Defensa Nacional, ex administrador general de Obras Sanitarias de la provincia de Buenos Aires–, y ejemplificó: “Con la consigna ‘¡No a las papeleras!’, no hay negociación posible; con el planteo uruguayo ‘No damos información porque es nuestra soberanía’, tampoco”.

Koutoudjian insistió en la importancia de formalizar acuerdos antes de que las plantas entren en funcionamiento: “Las empresas afirman que van a cumplir las normas que fijó la Unión Europea: ¿y si no lo hacen?, ¿qué garantía tenemos?”. Es que “una vez que una empresa invirtió más de 1000 millones de dólares en una planta, ¿la va a tirar abajo porque hay problemas de diseño?”.

Para Koutoudjian es central contar con “un plan de acción ambiental, que incluiría una política de emergencias y, especialmente, normas de monitoreo porque –hay que decirlo– las empresas suelen manejarse con picardía: cuando fui administrador de Obras Sanitarias aprendí cómo las empresas, cuando prevén que va a ir un inspector, largan efluentes purísimos, mientras que los contaminantes los mandan, por ejemplo, el viernes a la noche, de modo que los vecinos se den cuenta el sábado y hagan la denuncia el lunes; para entonces, la contaminación ya no se puede detectar”.

Por eso, “hay que contar con un sistema de monitoreo diario, con sensores en todos los puntos de emisión, las chimeneas, los caños que van al agua; ese sistema, informatizado, enviará todos los datos a una oficina central, donde deberá haber técnicos uruguayos, argentinos y también de organismos internacionales independientes”.

En todo caso, “la única salida es una política de cooperación, no de confrontación entre los dos países –concluyó Koutoudjian–: Uruguay tiene pleno derecho a construir las plantas y la Argentina tiene pleno derecho a no ser afectada por la contaminación: en el respeto por esos derechos hay que encontrar el acuerdo”.

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