SOCIEDAD › ANTICIPO DEL NUEVO LIBRO DE SANDRA RUSSO
Esta semana sale Perdonen nuestros placeres (Vergara-Riba Editoras), el nuevo libro de Sandra Russo. Textos breves en los que la periodista y escritora pesca momentos placenteros en la vida de las mujeres.
La cama es un mundo que es nuestro. Somos dueñas esta noche de sus leyes. Somos soberanas con laureles de esta sábana blanca que huele a azahar. Antes de dejarnos doblegar por el sueño, somos felices. Brevemente. Discretamente. Nadie nos obedece, no obedecemos a nadie. En esta cama no hay ningún juego de poder. Qué bella manera de descansar.
Fue un día largo, espinoso. Hubiésemos preferido ir de aquí para allá en cámara lenta, o en todo caso quedarnos quietas, porque hoy estamos frágiles, víctimas de una de esas penas del alma que atacan sin aviso.
Pero hemos sucumbido a la tormenta de sucesos, peregrinaciones y rituales que ejercemos porque somos adultas, y una mujer adulta es alguien que no obedece a su impulso sino a su agenda. Hemos librado nuestras batallas ínfimas en bancos, en oficinas, en comercios, en subterráneos, en transportes, y hemos vuelto, por fin hemos vuelto a casa. Pero nos huele mal en la ropa y en el cuerpo todo lo no elegido. Nos desnudamos y nos preparamos un baño. El concierto del agua se abre paso hacia nuestros oídos mientras los ojos se dejan nublar por el vapor. Ahí vamos, desprovistas de todo menos de nuestra naturaleza, a bautizarnos en el baño caliente. ¿Será posible este renacer hoy, recuperar este día? En el agua caliente es que queremos borrar lo que hemos hecho sin convicción, y rehacernos un poco más convincentes.
Nos quedamos inmóviles. Buscábamos esto. La dulce inmovilidad en la pecera, este otro tipo de limpieza.
Sumergirse de a poco en el agua del sueño. Pero antes, o mientras tanto, mientras nos sumergimos, los pies buscan sus pies. La piel de los dedos de los pies empieza a acariciar la superficie tibia de otra piel. Este abrazo comienza de abajo para arriba. Y sube. Nos entregamos a esa deriva. Y cuando el sueño comienza a masticarnos, nos dejamos masticar porque no muerde. Nos dormimos abrazadas a él. Así está bien.
Las hemos ido tomando, las hemos ido guardando, por ejemplo, en este álbum: las fotografías tienen siempre una pretensión que cumplen, acaso, una sola vez. Una sola y magnífica vez. Porque los álbumes de fotos germinan en las casas como semillas casi inevitables, buscando dejar constancias, eternizar momentos, hacerle trucos al olvido. Pero en una vida hay muchos más momentos para fotografiar que instantes en los que mirar fotografías. Y es todavía más escaso ese momento justo, preciso como una pieza de reloj antiguo, en el que capturamos en nosotras la predisposición del alma para mirar fotografías. Si aparece, los ojos se conectan con esos seres que están ahí –acaso nosotras mismas, antes–, y el pasado vuelve, nos envuelve, nos devuelve.
Hay que ir por él. Hay que salir a buscarlo. Cada una de nosotras sabe dónde. No se trata de pan a secas –esta vez, que no intervengan ni el freezer ni el microondas– sino de pan crocante, de pan tibio, de ese pan que se huele desde lejos, que exuda ese calor que es un llamado.
Tal vez no lo hagamos muy a menudo, porque todas sabemos: el pan nos ha sido expropiado a las mujeres como tantas otras cosas milagrosas. El pan engorda. Es una máxima femenina y forzada. Una letanía mental que nos repetimos sin siquiera apelar a pensamientos.
No, pan no, no, no gracias. Galletitas. Si son sin sal, mejor. Así es la vida cotidiana y así es como hemos aprendido a domesticar nuestros angostos paladares. Pero acaso sea precisamente porque el pan forma parte de nuestros placeres recortados que sabemos perfectamente dónde queda ese lugar pequeño o grande, célebre o todavía no descubierto en el que venden el mejor pan del mundo, la hogaza celestial que yace en el estante llamándonos con su perfume a levadura y su vestido de oro. Y a veces, mandamos al demonio las dietas y las restricciones, y –casi siempre una mañana, casi siempre temprano, aún medio dormidas, empapadas de sueño y de ese antojo– decidimos ir por él. Pareciera, esas veces, que no es la boca la que pide pan, sino el carácter. Nuestro carácter pide un desayuno cierto, concreto, soberano.
En la panadería lo miramos. Es él. Redondo para ser cortado en rebanadas blandas que nos envíen a un campo de girasoles, o alargado para ser abierto en mitades parisinas que nos hagan viajar mientras él cruje. Lo elegimos, lo pagamos, lo llevamos como a un niño, entre los brazos, sentimos el imperio de su consistencia.
Y ya en casa, lo probamos. Con la más dulce de las jaleas o el más digno de los quesos, mordemos su corteza, accedemos a su corazón. Lo blando y lo crocante nos es dado.
Nos despertamos y qué rabia, es tan temprano. Hacemos cuentas en duermevela: podríamos dormir una o dos horas más. Pero no hay caso. Y sigilosas, salimos de la cama. Todos duermen. Hacemos magia con los picaportes, las escaleras, las celosías. Somos mimos que se desplazan por la casa con los movimientos más ligeros y leves. Ya no importa estar despiertas. O mejor dicho: qué dicha ver por la ventana el espectáculo anaranjado del amanecer. Miramos la cafetera, que descansa sobre el fuego. El silencio es tan intenso que hasta esa llama tan pequeña se puede oír. Ya con la taza de café en las manos aspiramos el perfume de la vigilia.
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