Dom 08.04.2007

SOCIEDAD  › EL ENVIO MASIVO DE MULAS CON DROGA DESDE PERU, LA NUEVA TACTICA CON QUE LOS TRAFICANTES DISMINUYEN LAS PERDIDAS

Riesgos con doble fondo

Los expertos peruanos coinciden en que por cada mula que es descubierta, muchas otras pasan al mismo tiempo. Casi siempre, la que cae es entregada por los propios narcos para disimular el resto. En Argentina reconocen la situación, pero admiten que faltan recursos para controlar. Testimonios de burriers presos en Lima, que en sus viajes al país sólo conocieron el Bajo Flores.

› Por Cristian Alarcón

Desde Lima

La táctica es dividir el riesgo. Llevarlo a su mínima expresión. Que ya no se pongan en juego grandes cantidades, sino porciones mínimas de esos embarques. Así, la estrategia de las hormigas podría aplicarse a un ejército de mulas del narcotráfico embarcadas de manera cotidiana en el aeropuerto de Lima hacia Buenos Aires. Esa es la hipótesis que manejan los jefes de la Dirandro, la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional del Perú. “Hace un año y medio no hay grandes decomisos, pero crece la cantidad de burriers. Un paquete de burriers está formado por lo menos por unas doce personas cargadas”, explica en su oficina el coronel Carlos Saldaña, jefe de la División Investigaciones de Tráfico Ilícito de Drogas (Ditid). Esos contingentes, creen los investigadores peruanos, tienen como destino en Buenos Aires tres zonas de la ciudad que son confesadas por los propios correos humanos cuando caen, convencidos de que son parte de la estrategia para atomizar el riesgo en el tráfico: Bajo Flores, Once y Pompeya. Cinco burriers –la manera en que los bautizaron en Perú por la mezcla de burro y courrier– recién detenidos en Lima cuentan sus tribulaciones, entre la desventura y la culpa, en esta crónica.

La mortificación tras la caída en el aeropuerto de Lima se puede sentir en esa habitación llena de capitanes de la policía de civil y burriers recién llegados al circuito judicial en el que pasarán por lo menos unos cuatro años. Muchos de ellos estaban por cruzar la frontera por segunda vez. Los policías dicen que se les nota en la cara si son primerizos: el de la esquina aquella, por ejemplo, con los pies desnudos porque intentó pasarla también en unas zapatillas de doble fondo. Ese elemento de prueba entonces ya forma parte del expediente y no de su indumentaria. Ellos forman parte de la cadena de trabajo más compleja que conozca el contrabando desde sus inicios. Tan compleja que los métodos para trasladar la sustancia desde sus centros de producción es cada vez más “inteligente”, reconocen no sólo Saldaña, sino otros jefes antinarcos sin autorización para hablar con nombre y apellido. “El razonamiento que hacen tiene todo de lógico para su beneficio. Al arriesgar grandes cargamentos ellos se generan un costo alto por los controles que deben sobornar a lo largo de un camino, que hasta Buenos Aires es bien largo. Y por otro, si ese cargamento cae, como ha ocurrido en varias oportunidades, entonces se pierde mucho de un solo viaje”, dice la fuente de la policía peruana.

De Comas al Piñero

Para comprender la madeja es necesario distinguir entre las organizaciones trasnacionales de narcotráfico como las comandadas por los carteles mexicanos, ya instalados en todo el Perú, y las organizaciones familiares que se dedican al acopio primero y a la salida luego de cantidades importantes para los mercados sudamericanos. Las mulas son una alternativa cada vez más eficaz para las “familias” o “firmas”, los que proveen a las bandas narcos, por ejemplo de la ciudad de Buenos Aires. Así, entonces, se puede comprender el devenir adverso de los hombres a los que entrevistó este diario en esa estrechez burocrática de Lima, apenas fueron detenidos. Sus nombres, por decisión de ellos mismos, son otros. Pero sus historias fueron narradas con la frialdad y la sinceridad del que quiere advertir a los incautos futuros: “No lo hagas, te entregarán”.

Perciles Carrión es un hombre de casi dos metros con el grosor de un campeón de lucha libre que se pasea ansioso por el piso de su celda. Le han avisado que alguien quiere conversar con él, y calcula si será mejor dar testimonio de su ruina y de quienes lo arruinaron, aunque no disponga de un solo dato para ser un arrepentido y acusarlos. Nadie. Ninguna de las mulas caídas en este tipo de cotejos en aeropuertos está en condiciones de arrastrar a alguien consigo a la cárcel. Ni aunque el motor del rencor y el resentimiento los impulse a deschavar a sus patrones en el negocio por el que les darían entre 500 y 1000 dólares por viaje. A Perciles le dieron, la primera vez, 750. Le cobraron entonces los 50 dólares para pagar el trámite de su pasaporte, el que le piden en migraciones de Ezeiza cuando entra un peruano al país por no ser limítrofe. En esta oportunidad –viajaba en un vuelo de LAN el 23 de febrero cuando lo sorprendieron junto a su hermano–, ya con el documento hecho, cobraría 800 por el trabajo. Su labor consistía en ingestar 190 cápsulas y viajar a Buenos Aires, donde pasaría cuatro días encerrado en una pieza sin conocer ni siquiera el Obelisco, para luego partir, vacío, hacia Lima sin haber hecho más que el trayecto entre Ezeiza y el Bajo Flores, el Bajo Flores y Ezeiza.

Perciles habla con la humildad de un muchacho sorprendido en una trapisonda. “Fue a través de un amigo en una fiesta en la Panamericana. Yo estaba desempleado, desesperado por unas deudas, y fue lo único que tuve por delante para salir del problema”, explica. Por seguridad, sus reclutadores lo levantaron en un auto en el centro de Lima y le vendaron los ojos para llevarlo a una zona lejos de allí, que Perciles supone era el popular distrito de Comas. Es un enorme barrio de migrantes de la sierra que han progresado gracias a los terrenos tomados a las casas de “material noble”, como se les dice aquí al ladrillo y el cemento.

“No era un lugar feo, parecía agradable. Ahí ya tenían esto preparado en unas cápsulas negras. La primera vez fueron 190, en total un poco más de un kilo”, dice. Los pasos de las mulas están planificados y según sus propios relatos, se parecen al extremo de que ya existe todo un escalafón en este rubro particular del narcotráfico. Detrás del acarreo hormiga hay un reclutador, un preparador, a veces un médico, y un recibidor en el país de destino. El reclutador es casi siempre la única persona de la organización a la que conoce por nombre el burrier. Ese nombre siempre es falso.

“De la primera vez, que fue en septiembre de 2005, me acuerdo mucho de la cara del que me preparó –cuenta Perciles–. Me dijo que podía dolerme la panza, y me dio unas pastillas para que tomara. Pero nadie me dijo que con esto adentro yo me podía morir. Lo vengo a saber ahora, ya preso”. Los casos de mulas muertas aumentan no sólo en Perú sino en la Argentina. En el caso de Perciles, cuando llegó a Buenos Aires todo funcionó: “Me fui en un remise hasta la puerta del hospital Piñero. Me pasaron a buscar. Tenía una contraseña. De ahí me llevaron a una casa de Bajo Flores. Ahí me dieron un laxante con gaseosa para botar todo. Me dijeron que allí iba a estar seguro porque no entraba la policía.”

Preparadores y reclutadores

Si Perciles es un hombre que alega familia numerosa y una hija que estaba por ingresar en la escuela privada y necesitaba uniforme, el caso de Nano Paredes, el joven que duerme junto a él en el piso del calabozo de la Dirandro, parece ser lo común en los correos humanos que vuelan desde Lima: la miseria y la idea de una “caja chica” que saque del apuro como argumento para aceptar la tarea. El concepto de la “caja chica” fue explicado en este diario en una crónica sobre el valle de la coca, el del río Apurímac. Allí los campesinos alegan –y los sociólogos describen–que siembran y cosechan hoja de coca para completar su economía de supervivencia. En el caso de los burriers que viajan a Buenos Aires, la supervivencia la representan los alrededor de 800 dólares que cobran por el riesgo que asumen. El riesgo como variable de la economía ilegal es uno de los más eficaces valores para comprender cómo las grandes organizaciones ajustan los números a través de las personas.

Nano, por ejemplo, se confiesa estudiante de Bellas Artes y empleado en el depósito de una comercializadora de repuestos. Pidió diez días en el trabajo para poder irse a ver un pariente a Buenos Aires. El sábado se emborrachó en una pollería del Callao con su novia para tomar coraje. El domingo se encerró en una casa de San Juan de Lurigancho para ensayar cómo tragarse las cápsulas. Le dieron vaselina y aceitunas negras, enormes, para que fuera abriendo el esófago. Al final pudo soportar hasta que llegó a la 163. “Me dijeron que del aeropuerto me fuera hasta la esquina de Bartolomé Mitre y Combate de los Pozos –dice y muestra un papel de cigarrillos arrugado en el que le escribieron esa dirección–, a espaldas del Anexo del Congreso Nacional. Me iba a pasar a buscar alguien para meterme en un hotel. Esa persona después no la vería más, ellos me dirían cómo contactar al otro día a través de mi correo.”

Nano nunca antes lo había hecho. Todavía no puede creer que lo hayan parado ante la máquina de cateo para sacarlo de la fila, hacerlo oler por los perros, y al final, ponerlo frente a los rayos X en el mismo aeropuerto. En el de Lima tienen dos aparatos radiográficos para verificar si alguien va cargado. Nano lleva cuatro días en la celda de la Dirandro. Son cuarenta en total. Treinta hombres y diez mujeres. De todos ellos, diez iban a la Argentina cuando fueron descubiertos. Todos aseguran que sus organizaciones fantasmales los han usado como carnadas para evitar los controles en decenas de burriers que pasaban por los controles a la misma hora que ellos.

Franklin Cáceres es un hombrecito de espalda estrecha y barba crecida de cinco días. El, peruano también, iba con una valija de doble fondo. La señala en un rincón de la sala, arrumbada junto a otras, todas deshilachadas por las trinchetas con que los policías las cortan para sacar la cocaína bien dispuesta en finas capas. El también lleva su insignificante papel con una dirección: Avenida Sáenz. Iglesia de Pompeya. “Tenía que viajar el 23 de febrero del 2007. Me iban a pagar tres mil dólares”, cuenta. En su caso, seguramente lo interrogarán y lo mandarán a una de las cárceles limeñas en breve. Está seguro de que fue víctima de una entrega.

“A veces uno se da cuenta de que lo han mandado muy mal preparado a propósito. Porque es muy burdo el paquete que llevan. O porque ni siquiera han usado algún producto para bajar el olor, que es fácilmente detectable para los perros. Son lanzados a los perros. Sabemos a esta altura que aunque resulte difícil detectarlos, mientras estamos haciendo los trámites de uno, están pasando muchos otros. Este mes descubrimos un caso de dominicanas, diez en total, y otro de puertorriqueñas, catorce, que iban a viajar en el mismo horario a Estados Unidos.”

En la Argentina, en la Policía de Seguridad Aeroportuaria, a cargo de Marcelo Saín, conocen el sistema, o al menos sospechan que los peruanos podrían tener razón cuando hablan de envíos masivos de burriers. Pero los esfuerzos se concentran en la salida hacia Europa, no en la entrada desde países sudamericanos. En la Aduana, que también tiene un reducido grupo de hombres en esta labor, dicen lo mismo. “Si nos dedicáramos a controlar la entrada liberamos la salida. Además, a cada mula supuestamente ingestada que se detecta hay que ponerle dos tipos de custodia, llevarla al hospital, esperar que defeque, hacer los papeles para el juzgado penal económico. Si encontráramos más de una mula por día, nos volveríamos locos. Es imposible”, explica una fuente que trabaja en el aeropuerto.

La situación quedó registrada y probada en una de las más voluminosas investigaciones sobre las redes peruanas en Buenos Aires. Ante el juzgado federal a cargo de Jorge Ballesteros tuvo que declarar sobre el sistema de mulas el propio interventor de la PSA, Saín. Tras varias horas de explicar la falta de recursos materiales y humanos que impiden realizar controles exhaustivos, Saín ordenó a sus hombres que prestaran especial atención al vuelo de TACA Lima-Buenos Aires 023, que llegaba a las 303 AM a Ezeiza. Según “perfiles de riesgo” apartaron a seis ciudadanos peruanos para ser revisados, cuatro hombres y dos mujeres. Cinco de ellos resultaron “ingestados” con entre 143 y 184 cápsulas cada uno. Las dos mujeres eran de Ancash, y los varones, uno de Cajamarca y otros dos de Lima. En el hall del aeropuerto, los hombres de la PSA detectaron a alguien que los esperaba: Albert René Cruz Villanueva, de 30 años. El hombre vivía en una casa de la manzana 10 de la villa 1.11.14. La PSA le pidió al juez una orden de allanamiento para entrar al lugar de inmediato. Pero el juez en lo penal económico Guillermo Tiscornia, para mal trago de los aeroportuarios, le pasó el caso a la Policía Federal. Finalmente, el allanamiento se hizo, pero cuatro días después, cuando ya no había rastros de la organización de las mulas.

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