SOCIEDAD › INSOLITO FESTEJO EN LA 1.11.14 TRAS EL OPERATIVO
Pese a que oficialmente se habla del éxito de los allanamientos del domingo en el Bajo Flores, el entorno de los narcos festejó porque sus jefes se salvaron. Hubo una mujer detenida por error.
› Por Cristian Alarcón
En la villa 1.11.14 ayer hubo una fiesta. Al ritmo de reguetón, los narcotraficantes peruanos que lograron zafar de la Gendarmería y su megaoperativo del último domingo despuntaron el vicio del asado y el vino. Los vecinos ajenos a la velada escucharon el retumbar del baile hasta las cinco de la mañana, con tiros al aire incluidos, entre el miedo y el desengaño. ¿Qué era lo que mantenía eufóricos a los “chicos malos”, como les dicen los vecinos? Dos de ellos eran objetivo número uno del juez Ballestero y zafaron con suerte y picardía. En el caso de “Chiquito”, una mano derecha de los jefes de la banda, dormía junto a una novia a pocos pasos de su propia pieza. Simplemente se quedó inmóvil escuchando el reviente de la villa, los gritos de un comandante de Gendarmería que animaba con insultos a la tropa, hasta que pasado el mediodía ya nada quedaba de todo el despliegue. En el de su amigo Kevin –Oscar Lalopu Tuñoque–, alcanzó a meterse en un tanque de agua vacío. Como para coronar la mala pata de los allanadores, se confundieron. Por error detuvieron a una mujer convencidos de que se trataba de la esposa del capo. Al fin de cuentas: del más espectacular procedimiento antinarco que se haya hecho en la Capital sólo surgió la detención de Lidia “Lili” Enríquez Alarcón, la suegra del líder, una mujer que es defendida por algunos habitantes de la villa agradecidos de su “mano generosa”.
Aunque algunos investigadores les insistían ayer a este y otros cronistas con el éxito del espectacular operativo, lo cierto es que el mal sabor cundía en Comodoro Py y entre los propios ejecutores de los 17 allanamientos. Al mismo tiempo que se conocía la noticia del error al intentar detener a la esposa del líder narco, se instalaba la idea de que el crimen de un joven peruano de 27 años en pleno Balvanera la madrugada del lunes era la prueba de que la guerra por el territorio del Bajo Flores afecta otros puntos de la ciudad, mucho más céntricos. “En esa misma zona ha habido otros hechos violentos del mismo estilo. La manera en que se han dado los ataques, el calibre de las armas y la misma trama, dos grupos que se quieren repartir las zonas de mayor venta de la ciudad”, le dijo a este diario una alta fuente judicial (ver aparte).
“Ellos esperaban algo fuerte para estos días. O sea, se había dicho, vendemos bien esta semana y paramos porque se viene un allanamiento. Pero se les adelantó, por eso encontraron armas y papelitos pero nada grande, nada importante. Acaso un poco de plata, pero que no es nada al lado de lo que ellos manejan”, dice un testigo del traqueteo cotidiano de este ejército de trabajadores del narcotráfico. Las familias peruanas que se dedican a la faena de traer y distribuir en la ciudad están organizadas bajo estructuras probadas a lo largo de la última década en circunstancias peores que ésta. Y aunque saben que hubo delaciones para que la Justicia llegara a ellos con algunos datos precisos sobre domicilios, teléfonos y estrategias de seguridad, también tienen claro que no fue alguien del seno familiar. “No llegaron a los verdaderos escondites. No se llevaron lo importante”, se ufanaba ayer un joven empleado de la empresa narco. Ayer el rumor que los peruanos de las manzanas 16 y 18 repetían buscando un chivo expiatorio al desbande del domingo apuntaba a un sobrino de Ruti, Alionso Rutilio Ramos Mariños, preso en Ezeiza acusado de comandar la masacre del Señor de los Milagros, en la que en 2005 fueron asesinados cinco feligreses. De nombre John, y conocido como Hércules, lo buscaban, dicen, para devolverle el favor en plomo.
Claro que el clima de desconfianza en las casas y pasillos que van de la avenida Varela a Bonorino es a diestra y siniestra. Sólo se salvan los soldados que antenoche festejaron la libertad propia y la sobrevivencia de la banda. Los demás podrían ser considerados traidores. En la causa judicial que investiga el juez Ballestero existen pruebas contundentes de dos tipos contra los jefes: testimonios de identidad reservada y escuchas telefónicas. Los testigos declararon no sólo en la causa por narcotráfico, sino en otra en la que se investigan coacciones agravadas contra Lili. La mujer está acusada de expulsar del barrio, rodeada de hombres armados, a un grupo de personas que por haber conocido los planes de Ruti podrían haber evitado las muertes durante la procesión religiosa del Cristo de los limeños. En esa oportunidad, los sicarios que abrieron fuego querían eliminar a Marcos Estrada González, su yerno. Pero él no estaba entre los hombres de morado que sostenían al santo. Ella sí. Lili era una de las mujeres devotas que acompañaba al cura del barrio. El sacerdote, junto a los niños y los ancianos, se refugiaron –con la figura del Señor que tiene su altar en la villa– en la casa de tres pisos de la señora. Ahora, para furia de su hija, Silvana Salazar, que desde Bolivia clama que la rescaten porque sino Lili podría decir “todo lo que sabe”, es todo lo que tienen los investigadores que con el megaallanamiento pensaban desarticular la banda. La guerra continúa.
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