Una cabalgata sobre la arena húmeda de Villa Gesell, a la brisa nocturna, es una conexión a otro mundo. En lo de Tante Puppi hay escuela de equitación y es el punto de partida.
› Por Carlos Rodríguez
desde Villa Gesell
La luna llena ilumina la playa a pleno, desoyendo la recomendación oficial de racionalizar el uso de la energía. Anabella Zubarriain marca el camino al paso lento de su caballo, mientras su perra Malen (muchacha, en idioma mapuche) se adelanta a la caravana, se mezcla con ella o se ubica cerrando la fila, al parecer incansable, aunque su respiración agitada da cuenta del esfuerzo que realiza. La partida de la cabalgata nocturna es desde el palenque ubicado en la calle 313 y la alameda 201, en el Barrio Norte de Gesell, frente al camping Pucará. Son las nueve y media de la noche. Luego de transitar por un sector de dunas y vestigios de bosque, se llega al destino final, la playa junto al mar, que a esta ahora tiene una belleza que conmueve. La noche tiene la temperatura justa para pasear por la orilla y si bien algunos jinetes ensayan cuadreras imaginarias, apurando el galope de sus caballos, la mayoría opta por la alternativa más acorde con el momento: andar a paso lento, disfrutando de la calma que impone la playa vacía por primera vez a lo largo de la jornada.
Anabella nació en Gesell, o mejor dicho en Madariaga, porque en la villa no había maternidad en esos tiempos no tan lejanos. Desde chica, a los cuatro años, aprendió a cabalgar en la escuela de Tante Puppi, que significa Tía Muñeca, dado que el Puppi es una readaptación al alemán del poupée francés. La dueña de la escuela es la alemana Elinor Fischer Wendorff, a la que todos llaman Tante Puppi. Si bien Anabella supo los secretos equinos de la mano de Elinor, sus estilos son bien diferentes. Anabella habla casi susurrando y cuesta escuchar lo que dice cuando está en plena cabalgata, mientras que su maestra es una mujer de fusta llevar, con carácter fuerte, acorde con el sonido de su idioma natal. Anabella es la dueña y, por ahora, la única empleada de su empresa, La Peregrina, que se quedó sin ayudantes hombres “tal vez por algún vestigio de machismo que sobrevuela a los paisanos de Madariaga que piensan que la cabalgata no es una cosa hecha para las mujeres”. Lo dice con voz y sonrisa mansas.
Las desmentidas a ese preconcepto son varias, incluso entre los clientes habituales. Una de las amazonas de la cabalgata es Agustina, una nena porteña, de 9 años, que se maneja a sus anchas sobre el lomo de Boyero, el caballo que le tocó en el reparto. “¿Cuándo partimos? ¿Puedo trotar por la playa? ¿No querés que te ayude a ensillar los caballos?” Las preguntas de Agustina siguen a lo largo de todo el viaje. Su padre la llevó hasta el palenque y la dejó en manos de Anabella. El hombre, por seguir los deseos de su hija, ahora está aprendiendo equitación. Eso se llama amor filial.
El paseo empieza por las dunas, cada vez más empinadas, atravesando algunas zonas de árboles también altos. En esos tramos hay que transitar en fila india, porque en el sendero no hay espacio para más de un jinete. Paz es la palabra que mejor define la propuesta de la cabalgata nocturna. Esta es la quinta temporada de Anabella como guía de contingentes de todas las edades que tienen que pagar 40 pesos por cabeza para tener un caballo, casi siempre manso. Una de las más tranquilas es una yegua que se llama La Cautiva, pero a veces hasta ella puede sobresaltarse “por el paso de los cuatriciclos, que suelen poner nerviosos a los caballos” (ver aparte). “Los clientes habituales son familias enteras, con chicos, que vienen a toda hora del día, desde las 9 de la mañana en adelante”, dice Anabella. También se organizan excursiones a Cariló o hacia el sur de Gesell, hacia la reserva natural del Faro Querandí.
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