SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Silvia Di Segni *
Dejémoslo claro. Ninguna muerte es sólo un número en la estadística, cada causa de muerte debe combatirse con todos los medios y toda la energía. Pero me interesa desbrozar aquí que, durante buena parte del siglo XX y lo que va del XXI, parece haberse construido una representación ilusoria, la posibilidad de vivir con “muerte cero”, es decir donde la única muerte que tenga permiso sea la de la vejez extrema.
Diferentes factores parecen haber confluido para construir esta fantasía. Por su lado, la medicina tuvo logros excepcionales en el combate de enfermedades y en la protección de la salud sobre todo, por supuesto, en los sectores más favorecidos económicamente. Pero, al mismo tiempo, construyó en el imaginario colectivo una representación omnipotente de sí misma, haciendo creer que puede, o podrá, prevenir y curar todas las enfermedades. También la industria farmacológica nos dice que trabaja constantemente para nosotros produciendo productos nuevos para cuidarnos y que sólo es cuestión de tiempo que logre más éxitos. Basta prender el televisor para mostrar sus contradicciones: mientras funcionarios, médicos e investigadores piden constantemente que la gente no se automedique y que pare sus actividades ante síntomas de fiebre u otros que puedan ser de influenza A, ningún laboratorio suspendió las publicidades con las que nos bombardean desde hace años y en los que nos dicen que tomemos un antigripal y no nos perdamos nada. Por su parte, las organizaciones privadas y públicas que no justifican faltas por “fiebre” porque no les conviene perder días de trabajo, sumadas a las crisis económicas, naturalizaron que personas con fiebre viajen en medios de transporte y concurran a sus tareas para no perder el presentismo o el trabajo en sí. Como ocuparse de cuidar la salud es un riesgo económico que nadie ampara y, además, no luce “joven”, los padres de hijos pequeños tampoco se hacen cargo demasiado tiempo de ellos cuando tienen fiebre. En los últimos años los pediatras han tenido tremendos problemas para lograr que se cumplan las 48 horas sin fiebre antes de dejar salir nuevamente los chicos a la calle. Se ha naturalizado que vayan al jardín o a la escuela apenas salidos de una infección y vuelvan con otra, de manera que también resulta “natural” que tomen antibióticos durante todo el invierno, con la consabida felicidad de quienes los venden. Hasta que los antibióticos no sirvan más. Por último, pero seguramente haya muchos factores más en juego, muchos adolescentes viven la cultura del descontrol. Esto significa que se juntan en recitales haciendo pogos donde se pegan, transpiran hasta resbalar unos con otros; beben hasta caer al piso o vomitar; no quieren perderse la nieve de Bariloche aun con 40 de fiebre. Uno de los pocos lugares que lidia con imponer cierto control entre ellos es la escuela. Ese es el lugar que se ha cerrado, mientras que los boliches, los recitales, el shopping, beber hasta vomitar dentro de una casa, los viajes de egresados con alcohol y sin sueño seguramente seguirán su curso.
De todos modos, en este panorama los únicos que tienen derecho a manifestar cierta omnipotencia son los adolescentes. Ni la medicina, ni los laboratorios, ni las organizaciones, ni los dueños de lugares de socialización adolescente pueden presionar sobre la base de que “no pasa nada”, que nadie se va a enfermar o que hemos conseguido un estado de “muerte cero” mientras no seamos viejísimos y tengamos buenos recursos. Que hayamos negado la muerte relegándola a terapias intensivas donde ocurre en soledad no quiere decir que la muerte vaya a dejar de existir. Y tampoco quiere decir que si los que mueren son pobres o viejos, entonces no sea muerte.
Que esta pandemia haya afectado a sectores medios y a una franja etaria de 25 a 50 años es duro, raro, pero entendible desde algunas prácticas de nuestra época que hacen que adultos de estos grupos y muchos adolescentes sean quienes no puedan parar para cuidarse. El ministro del gabinete del gobierno de la ciudad de Buenos Aires que fue a una reunión con fiebre, mientras el discurso preventivo intentaba lograr todo lo contrario es el mejor ejemplo de lo dicho. Mientras tanto, sigue siendo muy duro que muera gente por hambre, por falta de preservativos para VIH, por dengue, por abortos ilegales, por Chagas, por daños producidos por la pobreza. En este momento y ante la influenza A, los sectores medios y altos tienen mayores posibilidades de aprender de la experiencia y más responsabilidad en cambiar algo en la sociedad para minimizar los riesgos para todos. La fantasía de anularlos es absurda. Lamentablemente la historia de las grandes batallas nos ha llevado a pensar que los cambios sociales se logran sólo con costo de vidas. Podría no ser así, es decir, podríamos producir cambios sin esperar a que haya muertos en el camino, aun teniendo que aceptar que la muerte nunca sea cero.
* Psiquiatra, jefa del Departamento de Filosofía y Psicología del Colegio Nacional Buenos Aires.
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