SOCIEDAD • SUBNOTA › EL TESTIMONIO DE UNA VICTIMAPOR M. C.
› Por Mariana Carbajal
A los 25 años, A. M. es una sobreviviente de un noviazgo violento. Las agresiones, los maltratos, los cachetazos que soportó durante casi cuatro años quedaron atrás. Pudo salir del “círculo de la violencia” de la mano de un grupo de ayuda mutua para víctimas de noviazgos violentos que ofrece gratuitamente la Ciudad. “Fue un proceso largo: volver a aprender cómo relacionarme y poder quererme y valorarme. Es como mirar la vida con otros anteojos, aprender que hay otras maneras de estar de novia y amar y que una no tiene por qué bancarse eso”, dice, en un bar de la Avenida de Mayo, cerca del Congreso.
Abraza la taza de café con leche con las dos manos. Habla con soltura, y mucha seguridad. Como si aquella pesadilla hubiera formado parte de otra vida. Es que A. M. siente que ahora es otra mujer, muy distinta de la adolescente que protagonizaba aquella relación: fue clave, destaca, su paso por el grupo, adonde concurrió una vez por semana durante más de tres años. “Para mí el grupo fue buenísimo. Al principio me costó, porque no estaba acostumbrada a decir lo que sentía, lo que pensaba, ni a que me escucharan. Hasta ese momento pensaba que era normal la violencia.”
Tanto ella como su ex novio crecieron en hogares atravesados por la violencia. “Mi papá siempre fue muy autoritario. En casa se hacía lo que él quería. Y le pegaba a mi mamá”, dice. Ahora están separados. El padre de J. también golpeaba a la madre del muchachito.
A. M. prefiere que su nombre no aparezca para no exponer a su hijo, con quien vive en un departamento del barrio de Monserrat. Tiene el cabello corto, con un tono rubión, y los ojos almendrados, de color marrón oscuro.
Recuerda que se pusieron de novios cuando ella tenía 14 años y medio y J. unos meses menos. Se conocían del barrio. Los dos vivían en Saavedra. Iban al secundario. “Al principio todo iba bien, todo era color de rosa”, cuanta A. M. Pero el idilio derivó en una relación cada vez más violenta. “A los pocos meses empezaron los empujones, los gritos, las escupidas, los tirones de pelo, con cualquier excusa. Si no le gustaba la ropa que tenía puesta, si me demoraba mucho en el médico, siempre encontraba un motivo. Algunas veces me pegaba.” A. M. sufrió violencia psicológica y física más de tres años, en ese tiempo quedó embarazada dos veces: la primera, decidió abortar; la segunda, seguir adelante y tener un hijo –que la llevó a abandonar sus estudios– que hoy tiene 9 años. “Después vi que es común que las chicas que vivimos un noviazgo violento quedemos embarazadas pensando que tal vez con un hijo cambien. Pero no cambian. No hay que engañarse”, dice ahora, con la sabiduría que le dio la experiencia.
A. M. finalmente se convenció de que tenía que dejarlo cuando ya convivían y el embarazo avanzaba. J. se había mudado a la casa de ella. Pero se quejaba constantemente de los padres de ella y de sus hermanos, con los que tenía que compartir la vivienda. Un día, en un brote de bronca, “empezó a romper todo, le pegó con el puño a un vidrio y quedó ensangrentado, había sangre por todos lados, le quería pegar a mi papá, a mí me tenía contra una pared. Mi mamá llamó a la policía. El se fue. Pero yo no me animaba a denunciarlo, tenía miedo de cómo podía reaccionar después. Finalmente lo denuncié”. Su mamá la acompañó a la comisaría. Por varias semanas ella se fue a vivir a la casa de la abuela y no se atrevió ni a salir a la calle: tenía pánico de cruzárselo. “Si sigo así –pensé– voy a terminar igual que mi mamá y mi papá.”
J. nunca reconoció al hijo de ambos.
En el centro de salud de Villa Pueyrredón, donde ella se atendía, una trabajadora social le habló del “círculo de la violencia”, que transitan una relación de maltratos: el idilio-la desvalorización-las agresiones en aumento-los golpes-el arrepentimiento-el perdón y otra vez la misma rueda. Le dieron un folleto y conoció así la existencia de un grupo para víctimas de “noviazgos violentos”. El grupo de ayuda mutua, dice, fue su salvación. Nunca más volvió con J. Cría sola a su hijo. El –supo hace poco– está en pareja, tuvo dos niños y golpea a su mujer. A A. M. le gustaría compartir su experiencia con adolescentes, en escuelas, para alertarlas, para evitar que se crean que “eso” es el amor.
Aquel episodio que la llevó a denunciarlo fue el principio del fin de la relación: Andrea tenía mucho miedo y se escondió de él en la casa de su abuela. Ni se atrevía a salir a la calle. Varias semanas estuvo guardada. Después, llegaría al grupo de ayuda mutua para víctimas de noviazgos violentos. Aquel vínculo violento la marcó tanto que recién hace tres años volvió a pensar en tener otra vez una relación amorosa.
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