SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Testa *
El debate sobre la muerte de Sapito (Humberto Ruiz), el vecino de la Villa 31 al que la ambulancia no atendió, despertó en mí recuerdos de la década del ’50 del siglo pasado, cuando fui practicante en la guardia de los sábados del Hospital Pedro Fiorito.
La guardia comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a la misma hora del domingo, salvo cada seis semanas, que se prolongaba hasta las ocho del lunes. Casi nunca teníamos tiempo (o ganas) de acostarnos, de modo que pasábamos las noches en vela, generalmente trabajando para atender a la cantidad de personas con problemas que llegaban a la consulta de emergencia, o charlando entre nosotros o con parteras, enfermeras/os o choferes.
Quizá me equivoque, pero la memoria (ya –¡ay!– menguante) me recuerda que abundaban las puñaladas, las heridas de armas de fuego, las contundentes borracheras y los abortos provocados (por sondas, en el mejor de los casos, agujas de tejer, ramitos de perejil u otros objetos de los que disponía el ingenio popular).
Un agente de la policía nos acompañaba siempre, porque frente al panorama epidemiológico descripto era necesaria su presencia (y en ocasiones su intervención perentoria) para calmar los ánimos (recuerdo a uno echándole una manta sobre la cabeza a un borrachito que con un cuchillo en la mano lo insultaba gritándole –con el ya citado ingenio popular– ¡hijo de siete leches y una buena!).
Los abortos, muchas veces acompañados de infecciones o perforaciones de útero con las correspondientes peritonitis, eran objeto de intervención inmediata (legrados uterinos, cirugías abdominales, con resultados siempre dudosos), lo que no generaba un ámbito propicio para la tranquilidad y la contención de los familiares. Agregue el lector las intervenciones por heridas y tendrá un panorama bastante completo.
De manera que la violencia interna era una constante conocida de la guardia.
Pero también existía la cuestión de los auxilios a domicilio, cuando el paciente no estaba en condiciones de trasladarse por sí mismo para acudir a la consulta. Recorríamos los barrios de Avellaneda, Gerli, Echenagucía, Isla Maciel (el sur y más allá la inundación), sembrados de villas y en medio de las sombras nocturnas y atemorizantes. Ahí nuestros protectores eran los choferes de las ambulancias, quienes cuando llegábamos a algún lugar (desconocido para nosotros, que veníamos generalmente de otros barrios, pero no para ellos) se calzaban un “fierro” a la cintura y nos decían: “Espere dotor, aquí voy yo primero”, y nos abrían paso hasta decir “ahora sí puede entrar dotor”.
Nos hicimos muy amigos de esos choferes (El Japonés, El Petiso), con quienes tomábamos mate, café o ginebra y, en ocasiones de festejo –¡ay!–, anís. Todos habían sido guardaespaldas (o algo peor) en la época de Barceló y en las largas charlas nocturnas nos contaban las veces que habían ido a fajar obreros en huelga (por entonces no se acostumbraban los piquetes) o estudiantes (nosotros) cuando eran requeridos por ser de la “brigada sin destino” de la policía provincial. Pero a pesar de eso circulaba la lealtad y el afecto. Todavía los recuerdo con cariño.
No sé por qué Sapito despertó en mí estas memorias, pero ahí están, para quienes las sepan leer.
* Médico sanitarista.
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