Dom 29.05.2011

SOCIEDAD • SUBNOTA  › APRENDER LOS SECRETOS DE LA COCINA ARMENIA

Recetas de familia

› Por Soledad Vallejos

Imagen: Leandro Teysseire.

“Les dije que hicieran de cuenta de que estaban en casa de su tía, que se sintieran cómodos. Y a los cinco minutos estaban casi todos mojando un pancito en la salsa que teníamos que preparar”, cuenta Beatriz Semikian, el pelo rubio impecable, las uñas coloradas y coqueta al punto de no desprenderse de sus anillos, de sus pulseras, ni siquiera en los momentos de más exposición para el delantal. Hace nueve años que enseña a propios y ajenos lo que, en la colectividad armenia, suele venir de la mano de la vida familiar: los sabores de una comunidad con conciencia de diáspora y respeto por tradiciones perfumadas, cargadas de aceite, frutas secas, almíbares, carnes especiadas. A su alrededor, bullen las risas cómplices pero con timidez, como quien disimula padecer los mismos desvíos que generaron la gracia. Alguna mano esconde un pedazo de pan, y una voz piadosa cambia de tema interrogando a la docente: “¿Cuánto aceite, Betty?”. Y Betty, que antes que docente es cocinera de alma con años de práctica, sólo atina a responder como lo haría una tía paciente: “Y... aceite”.

La cocina es grande, tanto como para que este grupo variopinto que se arma al caer la tarde, una vez a la semana, se arremoline en torno de algún fuego, o se disgregue, cuando llega la orden, y reagrupe alrededor de tablas, cuchillos, zanahorias, cebollas. De a dos en dos, de a tres, de a uno: la función manda. En un rato, todo sin una mínima duda. O mejor dicho: entre chistes. Porque aquí no se conocía nadie hasta hace algunas semanas, pero ahora alcanza entrar en la cocina para llevarse la impresión de que esta docena de amigos lleva años entre ollas, sartenes y especias. “Fijate vos después la sal que ponés”, advierte Betty a la saladora oficial del momento, mientras alguien más explica a la cronista, más por chicanear que por compartir información: “Ella no puede comer sal”. El dedito apunta a Elsa –quien después contará que es hija “de madre y padre armenios”, que “mi vieja sobrevivió al genocidio. 101 años, imaginate”–, que en cuanto se percata contraataca: “Veinte pastillas me voy a tener que tomar hoy. La presión”. “Bueno, pero es sal natural”. “¡El sudor de tu frente!”

“El 90 por ciento (de quienes vienen) quiere aprender y distraerse”, cuenta Diego, el hijo de Beatriz y alma pater, por así decir, de Dibet, la firma que organiza los cursos de cocina como parte de las actividades de una revista homónima que lleva catorce años, es pionera en la comunidad armenia y tiene algunas publicaciones gastronómicas. Los cursos llevan ya nueve años tomando prestadas hornallas y mesadas y hornos del Colegio Mekhitarista, una institución armenia en un edificio adorable de Belgrano R que, como la comida, es una historia de familia que se comparte: allí estudió Diego, allí estudian sus hijos, allí enseña a cocinar, como actividad extracurricular a armenios y no armenios, su madre. (Allí, también, cada viernes funciona un restaurante muy particular en el comedor: chicas y chicos atienden las mesas, padres y madres cocinan; así recaudan fondos para su viaje de fin de curso.)

“De boca en boca se conoció. Siempre a alguien le interesa o probó o le dijeron que era rica la comida armenia. Alguien hizo este curso y lo recomienda. Y la gente va viniendo.” El estudio de mercado informal que resume Diego da cuenta, también, de que con Internet (www.cursococinaarmenia.com.ar) registró cierto estallido: “Es como que cualquiera puede, buscando un poco, acceder a la información, llamar, preguntar. Y terminan viniendo”.

Hoy toca kefté (carne macerada con trigo y limón), puerros en aceite, shamalí (un postre de sémola): un menú completo. Entre tanto, Mauro, el abogado que antes de éste hizo un curso de cocina japonesa y antes otros tantos, advierte que no hay como este hobbie: “Venís y te olvidás de todo. Te de-senganchás”. Fernando, que en la semana se dedica a sistemas, completa el menú descongelando en el microondas la tarea que le había encomendado Betty: una musaka hecha en su casa y que toda la clase evaluará. Porque el cierre, aun cuando queden porciones para que cada uno se lleve, es la degustación colectiva: abogados, analistas de sistemas, docentes, chefs (en tren de ampliar repertorios), cenan juntos esa noche, en esa suerte de mesa organizada por una afinidad colectiva azarosa. Antes, casi todos sacan los celulares y arremeten: hay que inmortalizar el plato en una foto. Cuando llegan a sus casas, ¿les piden que cocinen lo que acaban de aprender? “Sí, pero que esperen.”

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