SOCIEDAD • SUBNOTA › EL TRATAMIENTO COMUNITARIO
› Por Emilio Ruchansky
S. padeció de esquizofrenia buena parte de su vida. “Perdió su adolescencia y juventud en la búsqueda de un tratamiento que sirviera”, lamenta Liliana Cabrera, su madre, hoy directora la Red de Familiares, Usuarios y Voluntarios (FUV). En el caso de su hija, agrega, los síntomas eran variados: tuvo crisis de miedo, desmayos, depresión, oía voces. “A veces la terapia era el medicamento, la pastilla. No se veía más allá de eso. Se trabajaba sólo sobre el síntoma y no sobre el afuera, sobre el entorno familiar y social”, explica. Pudo salir gracias a un modelo de psiquiatría comunitaria, de integración social, ponderada en la Ley de Salud Mental aprobada a fines de 2010 como el nuevo paradigma en la materia.
Como muchos otros pacientes, a S. la medicación la dejaba sin ganas de hacer cosas, babeando, con la mirada perdida. “Está bien para sostener, para bajar, pero las pastillas no pueden ser el tratamiento”, insiste su madre. En las idas y vueltas por algunos neuropsiquiátricos, Cabrera notó cómo se había establecido “un sistema para conservar la enfermedad”. Vio personas internadas por años que no recuperaban su salud. “Y es algo que hoy está probado y se puede decir. El encierro prolongado no sirve, no cura”, dice.
El rol de los familiares en la mejoría de las personas con padecimiento mental es importante por la ayuda y la contención que pueden dar, comenta Cabrera, pero no siempre es entendido de esta forma por los profesionales de la salud. “Se cree que la familia abandona, que su presencia a veces genera más enfermedad. En todo caso los familiares también deben recibir contención pero el sistema los expulsa y atrapa al paciente, sin preguntarle qué sabe hacer, si tiene amigos o quiere salir o hacer algo”, afirma.
S. pudo superar su enfermedad cuando optó por la psiquiatría comunitaria. Fue integrada en una organización barrial en Villa Caraza, donde no se la discriminó y allí prestó ayuda en el centro de atención primaria de salud del lugar. “Se sostuvo con otras personas con padecimientos mentales y un grupo humano de contención y acompañamiento. Fue muy importante el intercambio con la comunidad”, relata su madre. Luego, S. comenzó a estudiar y ahora está a punto de recibirse de docente de Lenguas, con 36 años y algo que la diferencia de muchas personas internadas: un horizonte.
A partir de la Ley de Salud Mental, este modelo comunitario permitió que muchas pacientes y sus familiares consultaran por alternativas al encierro manicomial. Cabrera, a través de su asociación, siguió varios casos. Uno de ellos es el de Sebastián, externado del Hospital Borda. “Le dieron su ropa en una bolsa de residuos y lo dejaron ir sin ofrecerle ayuda. Terminó en la calle, tuvo un intento de suicidio y fue llevado al Hospital Alvear. De allí pasó a un hogar en Floresta y se puso en pareja con una chica discapacitada, que llevaba 20 años internada”, cuenta.
Sebastián tiene una hija con su pareja y aunque siguen viviendo en ese hogar, ambos buscan la forma de irse. Cabrera suele visitarlos y reclama que se invierta el mismo dinero que cuesta la internación en una casa para ellos o un lugar de medio camino, con atención especializada y ambulatoria. “Lo acompaño a un emprendimiento sociolaboral, donde hace imanes junto a otras personas y los vende una vez al mes en la Feria Itinerante Comunitaria (FIC)”, comenta. “La ley habla de generar trabajo y vivienda. De ver las capacidades de la persona”, subraya.
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