SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Carlos Rozanski *
El 3 de junio de 2015, cientos de miles de personas se juntaron en la Plaza Congreso, en Buenos Aires y en distintas plazas del interior del país. La convocatoria fue por la muerte cotidiana, agotadora, insoportable, de miles de mujeres a manos de psicópatas, casi siempre parejas o ex parejas de las víctimas y casi siempre, también, habiendo anticipado de infinitas maneras el daño que les harían. Las mujeres, a su vez, con mucha frecuencia, habiendo avisado a las autoridades las amenazas de los violentos y advertido que eran presagios de un final trágico que intuían. Las autoridades, administrativas, policiales y judiciales, anoticiadas de las situaciones de riesgo, siguiendo procedimientos que difieren de acuerdo a la zona de los hechos, algunas veces tomaron medidas. Muchas otras –dependiendo la región–, persuadieron a las víctimas de no hacer la denuncia, tomándoles una “exposición” que, como es sabido, no impulsa actividad judicial alguna. En uno y otro caso una parte importante de las mujeres amenazadas en lugar de iniciar una etapa de reconstrucción de su vida, seriamente alterada por las violencias sufridas y generalmente con criaturas pequeñas a su cargo, continúan viviendo un calvario que con frecuencia sólo termina cuando es asesinada.
Cada día, esa realidad con la que amanecemos –“una menos”–, nos sacude el cuerpo y el alma. Leer que un terremoto causó muertes, nos entristece, pero enterarnos que hubo un nuevo femicidio, nos devasta. Y cuando, como siempre, leemos que hubo numerosos gritos previos, desesperados, de esas víctimas que pidieron al Estado lo que el Estado les debe, y no fueron escuchadas o se tomaron medidas que en nada redujeron el riesgo e incluso tampoco evitaron la muerte, el horror se vuelve insoportable. Cientos de miles de personas gritaron en todo el país “ni una menos” y después de eso, hubo muchas menos. Resulta ilustrativo recordar que el articulo 26 de la ley 26.485, bajo el titulo “medidas preventivas urgentes”, habilita –a mi entender obliga– a los jueces a “a.7. Ordenar toda otra medida necesaria para garantizar la seguridad de la mujer que padece violencia, hacer cesar la situación de violencia y evitar la repetición de todo acto de perturbación o intimidación, agresión y maltrato del agresor hacia la mujer”. Es obvio que a esta altura de los femicidios, se impone revisar no sólo los protocolos que se siguen y las medidas que se toman sino, fundamentalmente, las razones profundas de la reiterada inutilidad de muchas de ellas. La lista sería muy larga y este espacio no lo permite pero, al menos, cabe señalar las principales. Entre ellas, la personalidad de esta clase de asesinos. En general, psicopatas, que con mucha antelación al crimen –a veces años–, maltratan física y psicológicamente a sus víctimas ejerciendo un poder ilimitado que les asegura la sumisión de sus presas y, en muchos casos, la impunidad de sus crímenes. Cuando por fortuna una mujer logra empoderarse como para denunciar los hechos y solicitar medidas de protección, a estos agresores, sin posibilidad de remordimiento ni empatía, se les dice que “no pueden acercarse a las denunciantes a menos de 500 metros” (por ejemplo). Se dan casos paradójicos como uno reciente, donde el victimario vivía a menos distancia de la víctima que los 500 metros impuestos como límite. En muchos de esos casos, además, las víctimas advierten a las autoridades que el denunciado burló esa restricción y que las acosan y las continúan amenazando, poniendo en riesgo incluso a sus hijos. Entonces, se lo vuelve a intimar para que cese en su actitud. Causa verdadero dolor físico enterarse que un funcionario/a cree que un violento de esas características se va a abstener de acosar, amenazar, agredir e incluso matar a quien considera un objeto, “su objeto”, porque le dijeron que no se acerque. Estremece el cuerpo, la idea de semejante despropósito y duele el alma leer que a esa mujer la acuchillaron hace unas horas. Y la eventual detención del asesino y su también eventual condena, no mitigan ni el dolor del cuerpo del observador ni el del alma, porque quien desde el propio Estado desoyó, desprotegió y abandonó a la víctima, nunca va a ser sancionado. El homicida probablemente no vuelva a matar si es condenado a largas penas, pero el funcionario negligente y en muchos casos criminal, que no tomó los recaudos imprescindibles para evitar esas muertes, seguirá en su cargo, criticando la violencia de género en sus discursos, pero convalidándola en sus actos u omisiones. La única forma de evitar nuevas muertes es repensando todo el sistema de protección no sólo en la letra de las normas, sino muy especialmente, en la idoneidad, sensibilidad y valentía de los funcionarios que deben aplicarlas.
* Juez federal.
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