SOCIEDAD › “LOS JUAREZ”, VIDA, OBRA Y NEGOCIADOS

Radiografía del poder en Santiago

Extractos del primer capítulo de Los Juárez, de Alejandra Dandan, Silvina Heguy y Julio Rodríguez, sobre la oscura trayectoria del Tata Juárez y su esposa Nina.

(...) Ya casi nadie la asociaba con la morocha despampanante que, en los años cincuenta, cuando ella era la hija del boticario del pueblo, se paseaba por Santiago del Estero con pantalones ajustados, tacos altos, pestañas postizas y blusa atigrada. Su cuerpo negaba el recuerdo. La mutación había sido de a poco y de manera demoledora. La cintura se le agrandó. La carne se volvió blanda. Los tobillos se ensancharon. Su cara emprendió un camino brutal al envejecimiento. Uno a uno los rasgos fueron cambiando. La boca se volvió finita. Los párpados se le cayeron. Una sombra oscura le cubrió el contorno de los ojos. Pero la nariz y la piel siguieron iguales. Con esmero, cada hora, las cubría con una capa espesa, pastosa, de base color miel. Se aseguraba el rodete. Controlaba la tintura negro azabache. Revisaba su aire remarcadamente español. Le gustaba que le encuentren un aire familiar a Lola Flores, que la vieran parecida a “La Faraona”.
Entre guiños y complicidades masculinas, muchos de los que ahora la comparan con la peor de las arañas, en aquellos años, la llamaban “la gitanita”. Eran los mismos que rumoreaban que ella era la amante del gobernador. Un hombre joven de 33 años, casado, con dos hijos, católico de misa diaria. Ella, de curvas sinuosas. El, austero, con un escudo de la Acción Católica clavado en la solapa. En un acto en el que la Nina vio al gobernador dijo en voz alta:
–A ese negrito me lo adjudico.
Después juntos crearon una leyenda calcada del peronismo. Ella era una maestra que repartía frazadas entre los pobres cuando cruzaron la primera mirada. Hicieron pública la historia oficial en 1973, cuando llegaron como un matrimonio a la gobernación de la provincia.
(...)
Nublada por los efectos del alcohol, desde el agua la señora del gobernador ordenaba que uno por uno se tirara al agua. Horas antes había usado el teléfono para dar la orden de la visita nocturna. Una rutina obligatoria e impuesta.
–No veíamos la hora de que llegue el golpe militar del ’76. Estábamos hartos, queríamos dormir tranquilos. Viéndolo desde el presente parece increíble, pero queríamos que Videla volteara rápido a Isabelita para sacarnos de encima a la Nina –se sinceraba uno de aquellos visitantes nocturnos.
Pero Nina ordenaba.
–A ver, coronel Correa Aldana... –decía a los gritos desde el agua con esa voz aguda que todos imitaron. El militar, como un soldado raso más entre los tantos que tenía a su cargo en el Batallón Ingenieros de Combate 141, obedecía. Respondía como lo hacía con las órdenes que el general Antonio Domingo Bussi le daba desde Tucumán. De mala gana, se sacaba el cinturón con su arma reglamentaria y la billetera del pantalón.
–Teneme esto. Así no se me mojan –decía resignado al más cercano.
El empresario, el intendente de la ciudad, el diputado ya estaban en el agua. Juárez seguía departiendo amistosamente con un matrimonio. Veía la escena desde el quincho sentado en un enorme sillón de cuero negro, mullido, con una copa de champagne en la mano. El único que evitaba los cantos de sirena de Nina era el presidente del Superior Tribunal de Justicia. Vestido con un traje blanco impecable intentaba escaparse por el costado.
–Marianito vení, tirate –le impuso con un grito la primera dama. El hombre de blanco bajó la cabeza y enfiló derecho a la enorme piscina que contenía un caldo de poderosos. El abogado apenas alcanzó a sacarse los zapatos. Se agarró de la escalera y lentamente comenzó a bajar. Fue sumergiéndose de a poco su impecable traje blanco mientras el resto salía, se revolcaba en el barro y se volvía a tirar. En un solo movimiento el abogado metió la cabeza y salió. Chorreaba aguabarro. Fue directo al quincho, se sentó en uno de los mullidos sillones de cuero negro y pidió otra copa de champagne.Pero cuando la temperatura no permitía los baños nocturnos, Nina bailaba. El escenario de las danzas era el salón de fiestas de la residencia. Apretaba su cuerpo al de, después dirían, su amante de turno, mientras le hacía señas con sus ojos a otro de los invitados. Una madrugada ese coqueteo quedó en evidencia. Aquella vez el empresario la separó de su cuerpo y le pegó una cachetada. Juárez miró la escena a varios metros de distancia. Dio vuelta la cara y ordenó:
–Mozo más champagne.
Con el tiempo, el caudillo iba a ocuparse de liquidar física o simbólicamente a los dueños de cada una de esas miradas. Lentamente los fue expulsando de su círculo. Los desterró. Cuando esto sucedió, para ellos Nina ya se había vuelta araña. No dormía. Se balanceaba lenta en vez de caminar. Hacía tiempo había cambiado la ropa ajustada por chaquetones que le tapaban la cadera. Odiaba el negro. Creía que los colores transmitían energía. Había crecido entre pócimas de boticario. Sabía de las alquimias que se producían en las mezclas. De las transformaciones de las sustancias. Vestía de rojo, de violeta y de verde. Olía en francés. Desde los años ochenta estampaba en su ropa el mismo aroma denso y penetrante del perfume First. La fragancia de narcisos y jazmines era definida como “el triunfo de la feminidad”. Ella, vuelta gobernadora, exigía flores en cada habitación que atravesaba. Amaba el verde de las esmeraldas. Se las pedía a sus amantes.
–Yo se las compraba en Ricciardi, la joyería frente a la plaza San Martín, en Buenos Aires. Ahí vendían las más caras, pero me aseguraba de que eran buenas –recordaba veinte años después el empresario que había sido su amante durante años.
Como gobernadora, Nina ya no se mostraba. Usaba anteojos de sol para tapar las pestañas engrosadas con rimmel y los párpados recubiertos con sombras azules oscuras. Odiaba la luz. No quería ser vista. Una única foto se repetía en los despachos de todo los organismos públicos. Una fotocopia color ampliada la mostraba con los brazos gruesos desplegados, el maquillaje recargado y un pañuelo blanco y negro envolviéndole la cabeza. Lo llevaba anudado a un costado con las puntas desplegadas al viento. Había ordenado colgar uno de esos cuadros en la sala de espera de la Gobernación. A la entrada de su despacho. Un cuarto siempre oscuro. Cubierto por unos cortinados dobles de color azul petróleo y suavizados por un paño de voile. Las telas caían sólidas como una barrera desde lo alto de las ventanas coloniales. El despacho era una isla negra y tenebrosa bajo el sol impiadoso de Santiago. Su imagen cobraba tonos de media sombra cuando se sentaba en su escritorio. Una lámpara pequeña de pantalla verde era la única iluminación de la sala (...)

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