Que la inteligencia no hace la felicidad es bastante obvio. Pero tampoco garantiza necesariamente el éxito. Eso es lo que muestran estudios realizados en las últimas décadas en personas con altas capacidades.

Lewis Terman fue un pionero en el estudio de los niños dotados. En los años veinte se propuso analizar la evolución de un numeroso grupo de personas con altos coeficientes intelectuales para mostrar que, contra el prejuicio impuesto en la época, no eran gente inestable y con problemas de adaptación. Ese grupo fue seguido en el tiempo y años más tarde se comparó a dos subgrupos: los más y los menos exitosos. En ambos casos se partía de un alto coeficiente intelectual, pero los primeros habían avanzado rápidamente en sus carreras y mantenían trabajos satisfactorios. Los segundos tenían peores trabajos, peor estado de salud, y mayores dificultades de relación. La conclusión fue que las características que, asociadas a la inteligencia, contribuyen al éxito son tres: seguridad, alto nivel de perseverancia y mayor orientación hacia los objetivos.

En las últimas décadas se ha replanteado la cuestión de qué es ser inteligente o talentoso. El uso del test de coeficiente intelectual, entre otras cosas, ha sido muy debatido por sus limitaciones como instrumento de evaluación y también por el mal uso que se le dio en algunas oportunidades (en Estados Unidos, por ejemplo, se extrajeron conclusiones del hecho de que la población blanca muestra mejores resultados que la negra en ese test). Actualmente, se considera que la evaluación de un niño presuntamente dotado debe incluir otros factores. El experto Joseph Renzulli, tras estudiar las características de una cantidad de personas adultas que habían hecho importantes contribuciones a la cultura, extrajo tres rasgos que considera los más salientes en su productividad: habilidad por encima del promedio, creatividad y compromiso con la tarea. Esas, considera, deberían ser las características buscadas para incluir o no a un niño en programas para chicos dotados.