SOCIEDAD • SUBNOTA
Un especialista en atención de víctimas de catástrofes asegura que no basta con “mandar psicólogos” ante un desastre, sino crear redes sociales de contención. Sostiene que debe haber un seguimiento de los afectados con la ayuda de “bases de datos individualizadas”.
› Por Pedro Lipcovich
Ante un desastre, la solución no debe centrarse en “mandar psicólogos” para que asistan a los afectados, sino en actuar, no sólo sobre los que atravesaron el hecho potencialmente traumático, sino sobre las redes sociales que los contienen; y no sólo con terapias, sino con medidas que pueden incluir el hecho de conseguir trabajo al damnificado que, fuera del orden laboral, está en una situación más vulnerable. Así lo plantea Moty Benyakar, titular de la Sección Desastres de la World Psychiatric Association, quien coordina la “Mesa de los Martes” que, en la órbita de la Presidencia de la Nación, procura articular las actividades de la Ciudad Autónoma, la provincia de Buenos Aires y el Ejecutivo nacional con relación a la asistencia de los damnificados en Cromañón. Benyakar advierte que “se tiende a intervenir en los primeros momentos, atender las situaciones agudas, calmar a la gente y abandonarla”. En cambio, sostiene, la atención y el seguimiento de cada afectado por un desastre debe prolongarse durante por lo menos tres años, con ayuda de bases de datos individualizadas. El experto en desastres cita ejemplos quizás inesperados de intervenciones exitosas: la que, luego del tsunami asiático, contribuyó a que madres que habían perdido a sus hijos pudieran acercarse a niños que habían quedado sin madre; también, la que en la Argentina, luego del último desastre en la mina de Río Turbio, se ocupó de preservar la “identidad minera” del lugar. Y cita también, al respecto, el mayor fracaso en respuesta a desastres de la Argentina contemporánea: el destino suicida de los ex combatientes de Malvinas.
–La atención y el seguimiento de las dificultades generadas por un desastre debería prolongarse durante por lo menos tres años –afirma Benyakar–. En general en el mundo, se tiende a intervenir en los primeros momentos: atender las situaciones agudas, calmar a la gente y después abandonarla. Esto a su vez se orienta según las exigencias de los damnificados: se les da algo para que se callen, sin tomar en cuenta el impacto que el desastre pueda tener a posteriori, tanto en las víctimas directas como en los familiares y en la sociedad toda. Para efectuar el seguimiento, lo mejor es contar con una base de datos en la que tenga su lugar cada uno de los damnificados: no me refiero a una mera lista, sino a un trabajo conceptual efectuado por expertos, a partir del cual se pueda seguir la línea de atención en cada caso.
–¿Qué intervenciones pueden ser pertinentes, después de meses o años?
–Una vez atendido el estado físico y, en principio, el estado psíquico de los damnificados, hay que procurar su reinserción a las actividades normales. Pero no se trata simplemente de restituir la situación anterior al desastre. Si hay personas que quedaron sin trabajo, se las capacita para que puedan obtenerlo, pero esto vale también para los que ya estaban sin trabajo o no podían ingresar al circuito laboral: si antes del desastre estaban desamparados, la “recuperación” no puede consistir en que vuelvan a aquel desamparo. Entonces, quizá, de no ser por la desgracia que padecieron, no hubieran tenido una oportunidad laboral, pero corresponde que la tengan, para que no se queden pegados al dolor, emocionalmente discapacitados, convertidos en quejosos crónicos. Se trata de desarrollar la “resiliencia”, las capacidades positivas de los sujetos, cuando tiene lugar lo que llamamos un evento disruptivo. Es importante diferenciar entre un evento disruptivo, un desastre o catástrofe, y un trauma psíquico: no todo evento terrible debe transformarse en traumático. Todo evento disruptivo, sí, causa dolor, sufrimiento, bronca, pero no necesariamente, ni para todos, determina una incapacidad para elaborar psíquicamente lo sucedido: esta incapacidad es el trauma psíquico.
–Usted plantea la posibilidad de prevenir el trauma.
–Hay una etapa previa, que consiste en tomar las medidas y desarrollar los potenciales para que no se desarrollen eventos disruptivos y, si se desarrollan, las personas tengan la máxima inmunidad psíquica para enfrentarlas. Para esto, y en cuanto a los aspectos materiales, es importante contar con bases de datos preventivas sobre los recursos físicos que tiene cada municipio: un ejemplo en el que esto no sucedió fueron las inundaciones en la provincia de Santa Fe, cuando hubo que salir de urgencia a pedir que alguien donara colchones. Esto es lo que la Unesco llama principio precautorio. Pero también es importante que exista de antemano relación entre distintos organismos y municipios. Por eso planteamos programas de acción conjunta de capacitación para la Ciudad Autónoma y la provincia de Buenos Aires; las redes de atención deben estar dispuestas de antemano, con gente que ya se conozca entre sí.
–Sucedido el desastre, ¿cuál sería el abordaje central?
–Ante un desastre, la solución no pasa exactamente por “mandar psicólogos” para que trabajen con los damnificados. Si el chico que padeció el desastre está en una situación de desamparo social, sin trabajo, entonces no sirve de mucho que vaya al hospital a ver a un psicólogo para volver a su casa y estar sin saber qué hacer, solo con sus pensamientos, y debe esperar una semana para ir al psicólogo a contarle otra vez lo mismo. La sociedad debe hacerse responsable de una manera más amplia y esto requiere trabajar con los aspectos positivos de la persona. Esta es la dirección contraria a la que suelen tomar los abogados para reclamar indemnizaciones: cuanto peor esté la persona, más indemnización puede reclamar; hay que mostrar la patología, entonces, y esto puede llevar a que la persona se transforme en un lisiado de por vida.
–¿Qué otras acciones pueden ser pertinentes?
–Lo esencial de integrar los recursos. Por ejemplo, en Río Turbio, donde varios mineros habían muerto atrapados en un incendio en la mina de carbón, era importante trabajar con el tema de la identidad minera: que la memoria de lo sucedido sirviera para tomar nuevas medidas de seguridad, pero no para perpetuar un miedo o un rechazo, “A la mina no entro más”, lo cual hubiese atacado la identidad de ese pueblo que vive de la mina carbonífera. Se trata de atender al dolor, pero sin rechazar la propia identidad. Para esto, tuvimos que trabajar, no ya con los damnificados directos sino con representantes del municipio, de las escuelas, con sacerdotes.
–¿Qué destacaría de las experiencias internacionales en que participó?
–En el tsunami asiático, hace un par de años, una de las situaciones que se presentaron consistió en una gran cantidad de chicos que habían quedado huérfanos, a la vez que una gran cantidad de madres que habían perdido a sus hijos. Pero la tradición cultural de esa zona prohíbe la adopción. Entonces, organizamos actividades tales que, en forma natural, las madres y los chicos en esas condiciones se acercaban: se desarrolló un vínculo de contención por contacto, no por ley. Se trata de aprender en cada caso, a partir de la cultura y las costumbres de cada lugar.
–¿Qué ejemplo destacaría como fracaso en la atención de desastres?
–El caso de los combatientes de Malvinas muestra lo que pasa cuando la sociedad no se hace cargo de quienes sobrellevaron un evento disruptivo. La sociedad argentina, quizá por las situaciones históricas y sociales que atravesó, no fue capaz de absorber a esas personas que habían ido a luchar por la patria. Cuando la sociedad no reconoce el dolor de una persona que arriesgó su vida, sea combatiente o damnificado por un desastre, ese dolor puede llevar al suicidio. Y este reconocimiento, claro, no puede limitarse a una fórmula, “Pobres, lo que les pasó...”, sino que exige políticas activas de reinserción.
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