SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINION
› Por Eugenio Martinez Ruhl
Ruidoso, el avión Hércules despega de la Antártida con sus motores a pleno. Y entonces la base Marambio se empieza a convertir poco a poco en un cúmulo de puntitos naranjas, que rompe el monopolio del blanco. “Se termina la odisea”, pienso, sentado en una de las butacas de la aeronave. Es el final de una imprevista estadía de casi un mes en este gélido continente, provocada por un accidente de aviación que impidió la vuelta en los tiempos estipulados –tres días en total– del pequeño contingente periodístico que yo integraba.
Sí, se termina la odisea. Se terminan los fríos extremos, esos que después de unos minutos de exposición al aire libre, lastiman la piel. También los pasillos internos de Marambio con temperaturas bajo cero, todo en pos del bendito ahorro de combustible. Y la incertidumbre continua sobre la fecha de retorno, cimentada en las imprecisas informaciones de las autoridades, obligadas por las imprecisas y caóticas imprevisibilidades del señor Clima que en esas latitudes es el que manda.
Pero también se acaba la curiosa y enriquecedora convivencia con los habitantes de Marambio, con quienes compartimos 20 días. Los eternos partidos de ping pong y pool después de los horarios de comida. El baile improvisado de los sábados a la noche, realizado a imagen y semejanza de un boliche pero en versión híper reducida, y el intento infructuoso de aprender el sobrenombre de cada uno de los integrantes de esa dotación.
Todo eso pasa por mi mente mientras el avión se aleja de Marambio. El destino, o la suerte (buena o mala según el ánimo con que se lo mire), me llevaron a conocer en profundidad este particular lugar, donde durante un temporal el viento puede arrastrar a una persona, y los alimentos perecederos se conservan en freezers con temperaturas mucho más cálidas que las del exterior de las bases.
Ahora las ventanillas del Hércules muestran una interminable extensión de hielo, debajo de la cual se encuentra el mar. De repente, en el medio de esa llanura aparentemente inmaculada, aparece una elevación pedregosa que aporta algo de color marrón y una extraña forma a la imponente imagen. Es uno más de los paisajes que nunca hubiera visto de no ser por este viaje. Y también uno más de los que (me pregunto) tal vez nunca vuelva a ver.
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