Dom 05.06.2005
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ADELANTO DEL LIBRO EL RODRIGAZO, 30 AñOS DESPUéS, DE RAúL DELLATORRE Y NéSTOR RESTIVO

El Adelantado Don Rodrigo

El 4 de junio de 1975, Celestino Rodrigo, flamante ministro de Economía del gobierno de Isabel Perón, inauguró una nueva etapa en el país. El Rodrigazo fue un brutal ajuste que iba a ser el principio del más trágico y profundo cambio de modelo económico, caracterizado por la concentración de la riqueza y la pérdida de conquistas históricas de los trabajadores.

Por Nestor Restivo y Raul Dellatorre*

A las ocho de mañana, Celestino Rodrigo, un ingeniero industrial de entonces sesenta años recién cumplidos, bajó de su casa hacia las escaleras de la estación Acoyte del subte A, en el corazón del barrio porteño de Caballito, y se subió al primero de los vagones de madera del subterráneo más viejo de Sudamérica, como era su costumbre desde 1950. Pero ese día era especial, viajaba para jurar como ministro de Economía, acompañado de sus familiares. Su destino era Plaza de Mayo, más exactamente la Casa Rosada. Era el lunes 2 de junio de 1975 y el país estaba a punto de explotar.

Estaba a punto de ponerse en marcha el plan que pasaría a la posteridad como El Rodrigazo, un brutal ajuste que iba a ser el principio del más trágico y profundo cambio de modelo económico, que iba a romper el esquema histórico de políticas públicas y dejaría el camino abierto a la implantación de la política neoliberal, de la mano de José Alfredo Martínez de Hoz y de la dictadura militar, apenas nueve meses después.

Aun con sus particularidades y alteraciones en lo político institucional, Argentina había transitado, en las tres décadas anteriores, por el Estado de Bienestar, con virtual pleno empleo, con indicadores satisfactorios en lo social, en la distribución del ingreso y en el trabajo productivo, entre otras áreas. Esa misma Argentina estaba ahora por ingresar, de golpe y de la manera más sangrienta –al igual que otros países de la región– en una nueva etapa económica caracterizada por la concentración de la riqueza, la pérdida de conquistas históricas de sus trabajadores y la desaparición de vastos espacios y bienes públicos. Un ciclo que duraría casi otras tres décadas.

Rodrigo juró como tercer ministro de Economía del gobierno justicialista de 1973-1976 en el despacho presidencial de María Estela Martínez de Perón, “Isabelita”. Antes que él habían cumplido esa función el empresario José Ber Gelbard y Alfredo Gómez Morales.

La muerte de Perón, el 1º de julio de 1974, había abierto el camino a una estrategia sectaria y aislacionista, contraria a los intentos de convergencia social de la primera etapa del gobierno justicialista de los ‘70. El día de su asunción Rodrigo no hizo anuncios concretos, pero se ocupó, además de identificar como sus enemigos a la guerrilla y la especulación, de alentar a la población al ahorro y de definirse como peronista de la primera hora: “Las medidas que vamos a implementar serán necesariamente severas y durante un corto tiempo provocarán desconcierto en algunos y reacciones en otros. Pero el mal tiene remedio”.

Al día siguiente dio la primera señal con un gran ajuste en las tarifas de pasajes aéreos y varios turistas quedaron varados porque se los obligaba a reconocer los aumentos de los pasajes de regreso. Rodrigo decía: “El que viaja no produce, pero sí gasta”. En esa misma jornada reunió a los periodistas acreditados en el ministerio y les anticipó: “Mañana me matan o mañana empezamos a hacer las cosas bien”.

Los técnicos de Economía, funcionarios de carrera, habían accedido a las medidas y, aunque las anticipaban, sencillamente no podían creerlas en cuanto a su magnitud. Ya bastante escozor les causaba ver a través de las ventanas, cruzando la calle Balcarce, cómo los pasillos y oficinas del Ministerio de Bienestar Social (hoy, el edificio de la AFIP) se poblaban cada vez más con personajes de anteojos oscuros y armas a la vista. A la noche del miércoles 4 de junio, el día que sería bautizado como El Rodrigazo, el ministro dio una conferencia de prensa y allí sí detalló su programa, además de decretar un feriado cambiario que se extendería hasta el lunes 9.

Fue uno de los momentos de mayor zozobra económica que recuerden los argentinos. Muchos presupuestos familiares se hicieron añicos. Los pocos comerciantes desprevenidos, ante una inusual demanda previniendo el ajuste de precios, vendieron todo y su alegría duró hasta que se enteraron, al momento de reponer, cuánto habían perdido. Otros bajaron las persianas con carteles de balance, inventario o duelo. Y también hubo pequeños establecimientos industriales que empezaron a meditar en esos días si no era momento de pasar a cuarteles de invierno. “Acá no va a haber industria por unos cuantos años”, les comentaba un reputado especialista en desarrollo industrial, Marcelo Diamand, a sus allegados por aquellos días. La profecía se cumpliría, dramáticamente. Los ciudadanos más avisados ya habían cargado los tanques de combustible de sus autos la noche del domingo 1, tras larguísimas colas: un ahorro ínfimo para lo que se venía.

Era el año en que murieron personalidades como el dictador español Francisco Franco o el magnate griego Aristóteles Onassis, y en Argentina, en medio de la larga tragedia que se venía venir, o mejor dicho, que ya estaba, el del triunfo memorable de Independiente ante Cruzeiro de Brasil en la Copa Libertadores de América, el de Carlos Monzón sobre Tony Licata reteniendo su corona o los de Guillermo Vilas en varios courts. En esos días era un éxito en Buenos Aires la película Nazareno Cruz y el lobo, estaban en el Opera y el Gran Rex los cantantes Roberto Carlos y Charles Aznavour. Pero ese año era, sobre todo, el momento de inflexión entre dos ciclos históricos, en el mundo y en la región.

La crisis energética, que entre otras cosas era síntoma del fin del período de auge económico de posguerra, cuadruplicó los precios del barril de petróleo, deprimió los de los productos agrícolas y cerró el mercado de carnes de la entonces Comunidad Económica Europea, que además comenzó a proteger con más subsidios su producción agropecuaria, todos hechos que perjudicaron al país. El ciclo económico también empezaba a cambiar en la Argentina, mientras países vecinos como Bolivia, Chile, Uruguay o Perú habían igualmente ingresado o ingresaban entonces a un período de asesinatos en masa, ajuste y reacción contra el avance social que se había producido en los años previos.

El 4 de junio de 1975 Rodrigo informó que el tipo de cambio y los precios públicos se incrementaban un promedio de 100 por ciento y el impacto en toda la cadena de precios fue automático. El dólar paralelo ya cotizaba arriba de los 40 pesos, y el aumento del dólar oficial respecto del peso, con cotizaciones desdobladas en distintos tipos (dólar comercial –el que más aumentó, de 10 a 26 pesos–, financiero y turístico) fue de entre 80 y 160 por ciento. Las naftas subieron hasta 181 por ciento; la energía, 75, y las tarifas de otros servicios públicos, entre 40 y 75 por ciento. Se decidió aumentar o directamente liberar, según los plazos, las tasas de interés para depósitos bancarios, y se determinaron alzas en los precios sostén para el campo y en las retenciones a las exportaciones, entre otras medidas. En los días siguientes continuaron las novedades. El boleto de colectivo pasó de 1 a 1,50 peso y los pasajes de tren subieron entre 80 y 120 por ciento. Para los salarios se habían fijado en mayo aumentos de sólo 38 por ciento, que fueron elevados a 45 por ciento el 12 de junio. Desde luego, ese techo no fue aceptado por los sindicatos que, al cabo, conseguirían incrementos de hasta 140 por ciento o más todavía en medio de la batalla de las paritarias que siguió luego.

“La caída del salario real es un ingrediente necesario para el éxito de este esquema económico”, señalaba sin tapujos FIEL al analizar el plan. “Esto es una guerra”, decía Ricardo Zinn, mentor del plan y secretario de Coordinación Económica, a sus colaboradores, según confesó uno de ellos a los autores de este libro. Hubo, deliberadamente, un empujón al descalabro. La idea era generar una “estampida inflacionaria que licuara la deuda privada”, en aquella época casi toda en moneda nacional, que rompiera el control de precios contra el que despotricaban las empresas y que beneficiara sobre todo a las compañías exportadoras, vía devaluación.

La inflación que desató el plan fue la peor recordada por los argentinos (hasta entonces, claro) y significó una marca indeleble, en cuanto la corrección de precios relativos que marcó la cancha en la distribución del ingreso. Nadie percibió entonces que detrás estaba, al margen de la coyuntura nacional, un cambio de paradigma en el capitalismo, desde el keynesianismo de posguerra que se agotaba hacia el neoliberalismo salvaje que al cabo se impondría. A Martínez de Hoz, las medidas del Rodrigazo le ahorrarían una etapa de su futuro plan de desnacionalizaciones, destrucción del aparato productivo, especulación financiera y endeudamiento forzoso. Sus primeras medidas en abril de 1976 no supusieron una ruptura con la política económica que dejaron instalada Rodrigo y Zinn, sino su continuación en un contexto político diferente y ya sin ninguna posibilidad de procesamiento democrático de las decisiones.

* Extractado del libro El Rodrigazo, 30 años después.

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