Domingo, 12 de febrero de 2006 | Hoy
OPINIóN
Por Alejandro Vanoli *
La evolución de los índices de precios de los últimos meses reavivaron el temor al “fantasma inflacionario” que asoló a la Argentina por décadas, especialmente desde mediados de los años ’70, incluyendo varias crisis hiperinflacionarias. Los índices actuales –si bien superiores a los de 2003 y 2004–, con todo, son sensiblemente menores a los de las décadas de los años ’50 y ’60.
Mantener una inflación baja es un objetivo deseable, pero no puede ser el objetivo de política económica. Los objetivos de política tienen que ver con el desarrollo nacional y esto comprende desarrollo económico y social combinando acumulación cuantitativa y cualitativa de capital para asegurar crecimiento sostenido y paralelamente mejoras en la distribución del ingreso, tanto por razones de eficiencia del propio proceso de acumulación como por razones de equidad. Una adecuada acumulación y distribución tiene como consecuencia una inflación baja y estable. La baja inflación no asegura per se ni crecimiento ni mucho menos equidad.
Se ha instalado mediáticamente –sin sólida justificación teórico-económica– un aparente vínculo entre inflación y pobreza; si bien es cierto que una alta inflación genera dificultades a los sectores más vulnerables, el fenómeno de la pobreza está mucho más asociado al desempleo que a la inflación, lo que implica la necesidad de darles prioridad a las políticas de crecimiento.
Los niveles de precios esperables en el contexto actual no pueden ser extremadamente bajos, porque no culminó el proceso de reacomodamiento de éstos poscrisis y por razones de índole estructural que analizaremos seguidamente. La inflación de 2006 podría estar en niveles similares o levemente inferiores a los de 2005.
En ese rango, la inflación no se alejaría de los niveles adecuados de inflación compatibles con un sendero de crecimiento sostenido para economías en desarrollo. Según un interesante estudio publicado como working paper del FMI en 2000, de M. Khan y A. Senhadji, “Umbrales y efectos en la relación entre inflación y crecimiento”, dichos niveles oscilan en un rango del 7 al 11 por ciento anual para los países en desarrollo.
Aceptando entonces que la prioridad de política es una política de crecimiento con la restricción de un nivel de inflación mínimo, compatible con dicho objetivo, se requiere identificar las causas de los aumentos de precios diferenciando ciertos aumentos de precios saludables y, paralelamente, aplicar una estrategia que permita atacar las causas estructurales y minimizar incrementos indeseados.
Los recientes aumentos de precios que acontecieron en 2005 se corresponden con fenómenos multicausales, que responden a la recomposición de algunos precios relativos deprimidos por la crisis, como los salarios y ciertos servicios minoristas, la insuficiencia en la oferta de ciertos bienes ante una saludable recuperación de la demanda tanto interna como externa y a determinados manejos de precios de algunos sectores monopólicos y oligopólicos.
No obstante, en octubre y noviembre pasado empezó a verificarse un alza generalizada de precios que empezaba a espiralizarse, tanto por factores de inercia inflacionaria –indexación encubierta– como por expectativas.
A fines de 2005, el componente de alza en los precios responde entonces a cuestiones de naturaleza estructural, expectativas e inercia inflacionaria. En ningún caso es un fenómeno de naturaleza monetaria –por el contrario, la base monetaria cayó en 2005 en términos reales y se redujo el estímulo monetario mediante subas en las tasas de interés–, como tampoco es un fenómeno de índole fiscal, dado el elevado nivel de superávit primario y operativo del Estado nacional.
Por lo tanto, el remedio no pasa por un ajuste ortodoxo que reduciría la oferta en el mediano plazo generando presiones inflacionarias futuras, sino que se debe quebrar la inercia inflacionaria en el corto plazo y administrar las expectativas mediante acuerdos de precios con un universo amplio de productos y en toda la cadena de valor hasta que madure la inversión que reduzca el desajuste dinámico de oferta y demanda, factor estructural de la inflación.
Esto último es notorio en ciertos productos: por ejemplo, carne y alquileres, por citar sólo los dos rubros con mayores subas en 2005.
En el caso de la carne, la mala noticia del brote de aftosa ayudará a asegurar la disponibilidad interna. Con mejores precios relativos, en un par de años deberá aumentar la oferta de vacunos; en el ínterin se requiere de un acuerdo de precios, manejo de retenciones, crédito subsidiado y otras medidas, incluyendo promoción de sustitutos y mejoras en la cadena de producción y comercialización. En el caso de la vivienda, si bien la construcción ha crecido fuertemente, se requiere una política más agresiva de construcción de viviendas para sectores medios y populares, incluyendo subsidios de tasa a créditos hipotecarios y desgravaciones a la construcción que permitan una mayor disponibilidad de viviendas, reduciendo la presión del costo de los alquileres por la presión combinada de la menor oferta y las mayores dificultades para acceder a la vivienda propia que provocó la crisis.
Tanto en estos casos como en tantos otros, la solución estructural requiere seguir privilegiando el crecimiento para asegurar rentabilidad que estimule la inversión, lo que requiere mejorar los canales crediticios a la producción, subsidios de tasas de interés e inversión en infraestructura y energía que permita sostener el crecimiento y evitar mayores costos.
En ese marco el Gobierno puede impulsar un pacto social que trascienda lo coyuntural para acordar con los actores económicos y sociales, variaciones de precios y salarios, modificaciones impositivas y compromisos de inversión que sean compatibles con un patrón de acumulación y distribución que asegure la recuperación y nos encamine –a treinta años de la ignominia política económica y social de marzo de 1976– a la senda de la prosperidad y la justicia.
* Economista.
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