Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Claudio Scaletta
En 1975, cuando las fuerzas que impulsarían el golpe militar del 24 de marzo de 1976 ya estaban desatadas, la Argentina era un país con un desempleo del 2,3 por ciento, donde el 10 por ciento más rico de la población obtenía doce veces más ingresos que el 10 por ciento más pobre. Desde mediados de siglo, la industria había triplicado su producto y aumentaba rápidamente su participación en las exportaciones totales. Los activos que los argentinos mantenían en el exterior, dato conocido hoy como “fuga de capitales”, alcanzaban los 3500 millones de dólares, y la deuda externa, cerca de 8000 millones. Desde 1965 el crecimiento económico se había mantenido en torno del 5 por ciento anual. Existía un estado de bienestar, con protección social para el trabajador y educación y salud públicas generalizadas. Se trataba de un modelo de país no exento de contradicciones, pero que había crecido con pleno empleo, relativamente igualitario y con perspectivas de movilidad social ascendente para la mayoría de su población. Tres décadas después el panorama es otro.
La brecha distributiva empeoró notablemente. El decil de la población de mayores ingresos obtiene 34 veces más recursos que el 10 por ciento más pobre. Luego de haber superado el 20 por ciento, el desempleo se encuentra por encima del 10. El desafío de los asalariados ya no es el ascenso social sino la inclusión. Tanto la salud como la educación pública sufrieron una fuerte pérdida de calidad. El endeudamiento externo y la fuga de capitales, que desde mediados de los ‘70 funcionaron como espejos, superan holgadamente los 100 mil millones de dólares. A pesar de la recuperación de los últimos tres años, el PIB per cápita se encuentra virtualmente estancado desde 1975. Desde entonces y hasta 2003, cuando la economía empezó a recuperarse, la baja del Producto por habitante fue del 0,12 por ciento anual. La producción industrial está más cerca del aprovechamiento de los recursos naturales a través de procesos capital-intensivos que de la inserción en los sectores dinámicos del comercio mundial. El número de empresas se redujo notablemente y alrededor del 80 por ciento de las 100 principales firmas de la economía son controladas por el capital extranjero.
¿Qué sucedió para que la estructura económica haya vivido una transformación tan radical?
Aunque las interpretaciones son variadas, existe un punto de consenso mayoritario. La inflexión, el quiebre, se produjo con la última dictadura, la que consolidó a sangre y fuego el programa esbozado por primera vez en 1975 por el ex ministro Celestino Rodrigo.
En su último libro, Estudios de Historia Económica Argentina. Desde mediados del siglo XX a la actualidad, una edición conjunta de Flacso y Siglo XXI, el economista Eduardo Basualdo estudia las condiciones previas al golpe. La clave de su análisis se encuentra en el error de diagnóstico sobre la naturaleza del poder económico en el que habría incurrido el heterogéneo movimiento peronista que llegó al poder en 1973, desde Perón hasta las antagónicas corrientes revolucionaria y ortodoxa. La equivocación consistió en haber desdeñado el papel que continuaba jugando la vieja oligarquía, ahora ya no sólo terrateniente, sino diversificada hacia algunas ramas industriales y de servicios. En consecuencia, el nuevo gobierno peronista intentó reemplazar la vieja “alianza antioligárquica” entre los “sectores populares” y la “burguesía nacional”, expresión de una contradicción considerada superada, por una nueva en la que la industrialización sería conducida por la fracción dinámica de la burguesía local junto al capital extranjero, pero a diferencia de lo que había ocurrido con la experiencia “desarrollista”, reconociendo explícitamente la necesidad de una redistribución del ingreso a favor de los asalariados. En este camino “confluían el acuerdo entre la CGT y la CGE, la orientación de la promoción industrial y el intento de imponer el impuesto a la renta normal potencial de la tierra”. La nueva alianza daba por descontada la subordinación y redimensionamiento de la vieja oligarquía terrateniente, a la que se consideraba debilitada tras décadas de industrialización y extranjerización. Así, al mismo tiempo que se buscó el aumento de las exportaciones industriales para reemplazar el peso relativo del agro en la provisión de divisas, también se aplicó al campo un alto nivel de retenciones a sus exportaciones que llegó al 45 por ciento. El objetivo era asegurarse un buen resultado fiscal a la vez que un bajo precio interno de los bienes-salario, lo que favorecería tanto los costos de la industria como la distribución progresiva del ingreso.
El tiempo mostraría que haber minimizado el peso relativo de la vieja oligarquía resultaría un error fatal. Fue esta clase supuestamente debilitada la que, junto a sectores descontentos de la vieja alianza, locales y extranjeros, y al capital financiero internacional, tejería la nueva alianza que impulsaría el golpe militar.
Para el sociólogo Martín Schorr, el reemplazo de la “Industrialización Sustitutiva de Importaciones” (ISI) por un nuevo modelo de “valorización financiera y ajuste estructural” se produjo cuando la ISI aún no estaba agotada. A pesar de sus limitaciones y contradicciones, algunos números son representativos: en los diez años previos a 1975, mientras el PIB creció al 5 por ciento anual, la industria lo hizo al 7 por ciento. Además, mientras en 1960 las exportaciones industriales representaban el 3 por ciento del total, en 1975 alcanzaban al 20 por ciento, proceso que fue acompañado por aumentos continuos del empleo, los salarios, la productividad y el número de establecimientos industriales. ¿Pero si la ISI funcionaba relativamente bien, por qué el gobierno asumido en 1973 no pudo sostenerla?
Al respecto, Adolfo Canitrot consideraba ya en 1979 que la política económica de la dictadura que puso fin al modelo sustitutivo fue parte de un proyecto global de “disciplinamiento social”. La visión de los militares junto a la alianza civil que los acompañó, detallaba entonces el economista, fue que el sistema democrático “se había tornado ingobernable por la debilidad de las estructuras políticas y por el desborde de las corporaciones sindicales”, una lectura muy similar a la que todavía hoy adhiere la ortodoxia.
En consecuencia, “las Fuerzas Armadas aspiraban a reconstruir un cuadro de relaciones sociales que impidiera en el futuro la repetición de situaciones de crisis como la precedente, incompatible, según su entender, con los requisitos de la Seguridad Nacional en el contexto del enfrentamiento internacional con las fuerzas del comunismo”. Para Canitrot temas como el desarrollo y el crecimiento quedaron subordinados al objetivo político de reestablecer el “orden social”. “Si luego en los hechos las cuestiones económicas ocuparon un lugar principal, ello se debió a las ideas y procedimientos particulares que la coalición gobernante adoptó en la procura del disciplinamiento social.” Sin embargo, los resultados económicos de naturaleza irreversible que quedaron en ese “lugar principal”, y que perduran hasta el presente, no fueron menores: se trató de la refundación del capitalismo argentino.
Las primeras medidas tomadas por la dictadora dan cuenta cabal del “disciplinamiento” caracterizado tempranamente por Canitrot, también llamado “revancha clasista” por Schorr y Basualdo (ver aparte). A través de la disolución de la CGT, la intervención de los sindicatos, la suspensión de las actividades gremiales y la supresión del derecho de huelga, se eliminó toda presión sindical. Ello permitió que en el decenio 1974-1983 el salario real sumara una reducción del 18 por ciento, al tiempo que la cantidad de obreros ocupados en la industria se reducía en más de la tercera parte y el volumen físico de la producción fabril caía el 10 por ciento. Así, la productividad laboral creció fuertemente sobre la base de la intensificación y extensión de la jornada laboral.
Al mismo tiempo se produjeron también cambios cualitativos en la estructura industrial. La apertura comercial y la reforma financiera de 1977 –la misma que dio lugar a la bicicleta financiera que alimentaría el endeudamiento externo que, a su vez, regularía hasta el presente el funcionamiento de la economía local– provocaron en la economía real el cierre de 20 mil establecimientos fabriles. El resultado fue que entre el ‘74 y el ‘83 la industria pasó del 28 al 22 por ciento del Producto.
Esta regresión tuvo resultados heterogéneos, mientras muchas pymes desaparecieron por su supuesta ineficiencia competitiva, un conjunto acotado de grupos económicos nacionales y conglomerados extranjeros pudieron aprovechar la coyuntura y crecer. Entre los primeros se destacaron Acindar, Agea, Alpargatas, Arcor, Astra, Bagó, Bemberg, Bridas, Bunge y Born, Celulosa Argentina, Fate/Aluar, Fortabat, Garovaglio y Zorroaquín, Ledesma, Macri, Pérez Companc, Roggio, Soldati, Techint y Werthein.
A esta reconfiguración en el marco de un marcado proceso de concentración económica se agregó también una nueva especialización productiva ligada a la explotación de los recursos naturales, en lo que se suponía la Argentina tenía “ventajas comparativas”: productos primarios, Manufacturas de Origen Agropecuario (MOA) y unas pocas commodities industriales, generalmente ubicadas en las primeras etapas del procesamiento manufacturero. Muchos autores califican este proceso de reprimarización.
En conjunto, distribución regresiva del ingreso, desarticulación del aparato industrial, concentración, centralización de la propiedad, estancamiento del Producto, desocupación con exclusión, reprimarización, extranjerización y aumento sideral del endeudamiento externo con fuga de capitales sintetizan la herencia maldita dejada por la dictadura. Una herencia que condicionó y condiciona el funcionamiento de los gobiernos constitucionales que la siguieron y de la que la economía no ha logrado aún desprenderse.
La Argentina era un país con un desempleo del 2,3 por ciento, donde el 10 por ciento más rico de la población obtenía doce veces más ingresos que el 10 por ciento más pobre.
Tres décadas después el panorama es otro. El decil de la población de mayores ingresos obtiene 34 veces más recursos que el 10 por ciento más pobre.
El desafío de los asalariados ya no es el ascenso social, sino la inclusión.
Tanto la salud como la educación pública sufrieron una fuerte pérdida de calidad.
El endeudamiento externo y la fuga de capitales, que desde mediados de los ’70 funcionaron como espejos, superan holgadamente los 100 mil millones de dólares.
A pesar de la recuperación de los últimos tres años, el PIB per cápita se encuentra virtualmente estancado desde 1975.
Herencia que condicionó y condiciona el funcionamiento de los gobiernos constitucionales que siguieron a la dictadura militar.
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