Domingo, 4 de junio de 2006 | Hoy
LA IRRUPCION DE ROBERTO LAVAGNA
Las declaraciones del ex ministro movieron el escenario político. La agenda pendiente.
Por Jorge Gaggero *
El ex presidente Alfonsín no demoró mucho más de tres meses en hablar en 1989, después de su salida anticipada por el fracaso económico y a pesar de que había prometido un largo y respetuoso silencio. Roberto Lavagna no alcanzó a cumplir seis lunas, a partir del fin de su exitosa gestión ministerial, cuando decidió posar para Perfil como “salvador de la Patria”. Ambos parecen haber elegido situarse al nivel de la “política criolla”, antes que levantar vuelo con la mira puesta en los verdaderos problemas nacionales y en la contribución que pudiesen brindar para su solución.
A casi un quinquenio del desastre de 2001, los argentinos apenas han logrado la reconstrucción de la autoridad presidencial, de la cúpula del Poder Judicial y de cierta capacidad de regulación del Estado. A nivel político-simbólico se ha alcanzado además un amplio consenso alrededor del objetivo de terminar con la impunidad: una meta indispensable para restablecer el ejercicio de la justicia, intentar el logro de mayor equidad social y reforzar el muy debilitado poder estatal. A nivel económico-simbólico, pero también con profundo efecto real, desde principios de 2002 se está intentando la recuperación de cierta soberanía monetaria. Esta última es una cuestión vital para la sobrevida y el eventual progreso del Estado-nación, a pesar de los sombríos pronósticos de 2001-2002. Estos no dejaban de tener fuerte asidero, si se recuerda que los ex Presidentes De la Rua y Menem se reunieron en la Casa Rosada –en plena crisis– para pactar la defensa a ultranza del ya fenecido régimen de convertibilidad y su sustitución final, en todo caso, por la dolarización de la economía.
A pesar de esos importantes logros, el nivel de actividad apenas ha superado el alcanzado antes del comienzo del derrumbe, la desocupación está todavía sobre los dos dígitos, el trabajo precario emparda al formal y la inequidad económico-social es pavorosa (la mortalidad infantil y la desnutrición han descendido, debe destacarse). En rigor, se está comenzando a salir de una crisis de hace un lustro pero todavía sumergidos en una “de larga duración” de más de 30 años. Desde el punto de vista político-institucional, la raíz de la crisis “larga” parece más antigua todavía (1930 o 1955, a elección del lector); una cuestión que ha aflorado claramente en la indignación cuartelera de los últimos días.
Ambas crisis, la “corta” y la “larga”, se han superpuesto y demandaron durante estos últimos años un comando político fuerte, en un escenario de severa crisis de la representación. La sociedad pide, a la vez, pluralismo político y un mayor activismo de la sociedad civil. No resulta fácil conciliar esas dos demandas.
Se ha comenzado, entonces, como país –y sólo en los promedios que suelen manejar los economistas– a “asomar la cabeza”. ¿Cómo se sigue? Parece obvio que hay que construir instituciones, remodelar el Estado para combinar agilidad con una gran fortaleza, planificar atendiendo al mediano y el largo plazo. Ceder, en suma, discreción en el ejercicio del poder a favor de una explícita racionalidad, de la necesaria sujeción a reglas (ya sea existentes, a reformar o nuevas a establecer) e incluso de una concertación que no suponga resignar el voto y la voz democrática de la mayoría a favor de corporaciones plutocráticas.
Esto último plantea dilemas de difícil solución. Entre los sectores poderosos de la economía –empresarios y, a veces, sindicales– suele existir poca aptitud para concertar en serio; vale decir, asumir la realidad, su propia parcialidad, los derechos del otro y –sobre todo– la necesaria majestad y libertad que debe investir el Estado en su indispensable arbitraje. Parece claro que los mercados de nuestra economía son –en general– poco competitivos, que las grandes empresas están transnacionalizadas y que el cada vez más pequeño remanente de la otrora poderosa “burguesía nacional” continúa suicidándose en pleno “modelo productivo” (recuérdense las recientes ventas de Loma Negra y Quilmes). En estas especiales condiciones, la regulación estatal debe ser necesariamente poderosa.
Pedir “libertad de mercado” entonces –como vocean poderosas agrupaciones empresarias– o “menos estatismo” –como acaba de reclamar, confusamente, Lavagna– parecen meros slogans autocomplacientes. Del mismo modo, el reclamo de “más relación con el mundo desarrollado” –para un país tan sobreendeudado y, por lo tanto, conminado a multiplicar su comercio para ganar divisas en un contexto de abusiva protección comercial de ese “mundo desarrollado”– no resulta verosímil. Tanto como el juicio de que “la economía argentina está con un grado de fortaleza como no ha tenido seguramente desde 1930, pero podríamos llegar a principios de siglo” (sic).
La economía global está mostrando ciertos indicios que pueden interpretarse como el inicio de la reversión del ciclo favorable que ha facilitado hasta aquí la recuperación. Pueden afianzarse o revertirse, se verá. Lo seguro es que las bonanzas no son eternas y mejor prepararse para los años de vacas flacas. Esta necesidad “precautoria” urge y supone exigencias adicionales a la agenda de reformas arriba esbozada. Estos temas no aparecen, sin embargo, en los discursos del ex ministro Lavagna, del ex Presidente Alfonsín, ni de los varios candidatos/as que “ya largaron” con miras al 2007. La cruda realidad demanda a los políticos que abandonen el “circo criollo” (al menos, que no adelanten la función) y empiecen, de una buena vez, a trabajar en lo que importa.
* Economista.
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