EDICION ESPECIAL > EL CAMPO
En los últimos 15 años la producción de cereales y oleaginosas se multiplicó, pasando de 35 a casi 80 millones de toneladas. Ingresaron a la producción agropecuaria capitales financieros. Se desarrolló una fenomenal transformación del modo de producción agrario, con su expresión más desarrollada en las “megaempresas agrarias”. Las más importantes son el Grupo Benetton, IRSA-Cresud y Los Grobo Agropecuaria.
› Por Claudio Scaletta
Hablar del agro argentino es introducirse en un espacio multidimensional. La percepción de quien está fuera de su problemática es que se trata de un mundo de renta y dinero y una fuente permanente de conflictos en la relación con el Estado. La prensa sectorial prefiere mostrar, en cambio, una imagen diferente. Junto a las omnipresentes disputas políticas vinculadas a la pelea por el reparto de la renta, expresadas hoy en las retenciones a las exportaciones y los precios internos de los “bienes salario”, el campo sería una síntesis de avance tecnológico y eficiencia productiva. Al diagnóstico no le faltan razones. En los últimos 15 años la producción de cereales y oleaginosas se multiplicó, pasando de alrededor de 35 a casi 80 millones de toneladas. Las explicaciones para la expansión son abundantes, pero pueden sintetizarse en dos. El cambio tecnológico, en el que se conjugan la siembra directa, la biotecnología y el aumento de intensidad de las explotaciones que, en el límite, alcanza a la llamada “agricultura de precisión” (ver aparte) y la constante expansión de la frontera agrícola, lo que como ya explicó David Ricardo, siempre significa aumento de renta en la zona productora núcleo. A la vez, la misma existencia de renta permite comprender otro fenómeno central: el ingreso a la producción agropecuaria de capitales provenientes de otros sectores, como el financiero, lo que explica la aparición de lo que el sociólogo Guillermo Neiman, director de la Maestría en Estudios Sociales Agrarios de Flacso, denomina modalidades de “no propiedad” de la tierra, por ejemplo los pools de siembra, la agricultura de contrato y los fondos de inversión agraria.
En su conjunto, estos cambios manifiestan un proceso más global: la fenomenal transformación de lo que podría llamarse el “modo de producción agrario”, fenómeno que encuentra su expresión más desarrollada en la consolidación de las “megaempresas agrarias”.
En El Campo argentino. Crecimiento con exclusión (Editorial Capital Intelectual, Colección Claves para Todos, Buenos Aires, 2005) Neiman junto a Mario Lattuada analizaron el comportamiento de tres de estas megaempresas que sintetizan en su configuración y prácticas la evolución de la producción agropecuaria local. Las firmas, que en conjunto se desarrollan en prácticamente todas las regiones del país y controlan de manera directa o indirecta –a través de las citadas formas de “no propiedad”– una porción importante del total de hectáreas, son el grupo Benetton, IRSA-Cresud y Los Grobo Agropecuaria. Un dato central es que el proceso de concentración de la propiedad y el control explicitado por la existencia de estas empresas se inició en los ’90, pero siguió consolidándose a partir de la devaluación de 2002.
El grupo Benetton a través de la Compañía de Tierras de Sud Argentino posee alrededor de 900 mil hectáreas, especialmente en las provincias patagónicas, pero también en Buenos Aires. Su producción no es sólo lanera para el abastecimiento de la empresa matriz del holding, sino que se extiende a la producción de carne ovina y vacuna. Su estrategia económica surgió de la integración vertical internacional “hacia abajo”. Aplica tecnologías de vanguardia, que incluyen el intento de preservación del forraje autóctono para evitar los procesos de desertificación de la estepa patagónica, la siembra de pasturas alóctonas en climas desérticos, la inseminación artificial para expandir el número de nacimientos por animal, el monitoreo de los procesos de cría y la regulación de los procesos genéticos. A partir del año 2000 el grupo se vio beneficiado por el aumento de los precios internacionales de la lana y las carnes y luego de la devaluación con el desplome de los costos de producción internos. A partir de 2004 inició nuevas inversiones en forestación, frigoríficos y curtiembres. De todas maneras, su estrategia de funcionamiento no está directamente sujeta a la coyuntura, sino al planeamiento de largo plazo acompañando su lógica global.
IRSA, cuyas inversiones inmobiliarias en el campo se iniciaron con los aportes del financista George Soros, pero que en la actualidad es controlada por dos propietarios estadounidenses, posee a través de Cresud 400 mil hectáreas distribuidas en las provincias de Buenos Aires, La Pampa, Córdoba y Santa Fe, pero también en San Luis, Salta y Chaco. Sus predios van desde las 1000 hectáreas, como el establecimiento “San Enrique” en Santa Fe, a las 250 mil, como la estancia “Los pozos” en Salta, en la nueva frontera agrícola sojera. Sus actividades son tanto agrícolas como ganaderas y lecheras. Su lógica de funcionamiento económico sigue la secuencia típica de las inversiones financieras. La propiedad se subdivide de acuerdo al capital invertido por cada accionista con decisiones de inversión subordinadas a la rentabilidad circunstancial de las distintas producciones. Por su orientación agroexportadora las actividades de Cresud se beneficiaron con la baja de costos post devaluación.
El de Los Grobo Agropecuaria es quizá el caso más paradigmático de la nueva organización productiva en la zona núcleo del campo argentino. Aunque la historia de la familia Grobocopatel se remonta a principios del siglo XX su consolidación comienza a medidos de los ’70 con las creación de Los Grobo, fundada por uno de los herederos, con 3500 hectáreas propias. Durante los años ’80 la firma creció sobre la base de la producción de soja y la ganadería. Ya en los ’90 se convirtió en una de las principales productoras de la oleaginosa en el país y, a la vez, diversificó su producción con maíz, trigo y girasol, pero también con cultivos menos difundidos, como colza, sorgo y cebada, con potencialidad para su colocación en los mercados internacionales. A diferencia de los casos de Benetton y Cresud, la expansión del grupo a partir de los ’90 no se produjo por el aumento de la propiedad directa de la tierra, sino por su capacidad de gestión para acceder a su control. En la actualidad la firma controla alrededor de 70 mil hectáreas en Argentina, 20.000 en Uruguay y 6000 en Paraguay. La propiedad directa alcanza unas 20 mil hectáreas. Las 76 mil restantes son controladas a través de distintas formas de arrendamiento y asociación con productores y proveedores. La empresa aplica el paquete tecnológico de siembra directa más semillas transgénicas y herbicidas en base a glifosato, recurre al riego asistido allí donde el secano significa menores rindes, comercializa a través de los mercados de futuros y practica la ganadería intensiva en feed-lots (engorde en confinamiento), lo que determina la inexistencia de competencia por el suelo entre agricultura y ganadería. Asimismo fue integrando su producción “hacia delante” a través de la incorporación del acopio, la molienda –a través de Los Grobo Inversora– y la comercialización, incluida la actividad portuaria.
Pero el aspecto más significativo para comprender las nuevas formas de organización del campo argentino no reside sólo en la tecnología aplicada y el control de la tierra, sino en la gestión de la producción y la comercialización. La red de producción de Los Grobo sólo emplea a 15 personas, de los cuales 5 son ingenieros agrónomos. La gestión emergente de los alrededor de 150 contratos de arrendamiento se realiza a través de 12 empresas subordinadas, las que a su vez subcontratan a unas 155 empresas para las tareas culturales. Estas últimas emplean en forma directa a 480 personas e indirecta a 1500. Con la comercialización sucede algo similar: 79 personas estaban empleadas en 2005 en forma directa y unas 500 estarían contratadas.
En conjunto, el funcionamiento de estas tres megaempresas permite obtener algunas conclusiones sobre las nuevas condiciones de la producción agropecuaria local.
La primera es que el cambio tecnológico, que reclama una mayor aplicación de conocimiento, tecnologías e insumos más caros y una nueva organización de la producción, se tradujo en una mayor escala media de las explotaciones. De acuerdo a los datos del último Censo Nacional Agropecuario de 2002, éste fue el resultado parcial de la década del ’90. En comparación con 1988, para 2002 la extensión media de las explotaciones agropecuarias había pasado, para todo el territorio nacional, de 421 a 539 hectáreas. Adicionalmente, de los alrededor de 100 mil establecimientos que desaparecieron en el período intercensal, aproximadamente el 75 por ciento fueron propiedades de menos de 100 hectáreas, mientras que el número de las de más de 500 no se modificó. Los indicios para los últimos cuatro años indican que este proceso no se habría detenido. Sin embargo este salto de casi el 30 por ciento en el tamaño medio de las propiedades resulta insuficiente para explicar la concentración productiva, ya que fue más significativa la concentración ejercida a través de las citadas formas de control vía “no propiedad”, como los contratos, arriendos y provisión de servicios. A su vez, la puja por el control de la tierra por parte de las megaempresas y capitales financieros desató la competencia por los alquileres disparando los precios. La hectárea en las mejores zonas pasó de unos 2000 dólares a principios de los ’90 a 4000 a fines de la década y a unos 5500 en la actualidad.
Las consecuencias sociales del proceso surgen de la lógica de estos resultados y son confirmados por la realidad. Los datos más destacados fueron la fuerte caída del empleo agrario y el consecuente aumento de la productividad del trabajo –sin la contrapartida de aumento de salarios reales y con presencia de intermediación en la contratación–, la desaparición de un número importante de pequeños y medianos productores y el aumento de la vulnerabilidad financiera de los sobrevivientes.
Adicionalmente, se verifica una creciente pérdida de autonomía de los productores, tanto por el traslado “hacia abajo” del riesgo empresario por parte de la megaempresa como por las mayores demandas de capital de trabajo de las nuevas tecnologías, que se expresan en la tercerización de servicios para amortizar costos. Esto significa, por ejemplo, que las pequeñas extensiones no amortizan las maquinarias modernas. A su vez, son los productores de insumos, ya no el productor, los que determinan la forma que asumirá el proceso de trabajo, es decir; la manera en que se aplican los nuevos paquetes tecnológicos. Finalmente, el extraordinario crecimiento de la producción y las exportaciones agropecuarias en los últimos 15 años tuvo como contrapartida un deterioro social.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux