Dom 17.12.2006
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EL CAMPO Y UNA POLITICA PROGRESISTA

Después del “paro”

El reparto más equitativo de la renta no se puede limitar a las transferencias intersectoriales. Es necesario incluir las relaciones en las “cadenas” agroindustriales.

› Por Claudio Scaletta

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El conflicto impulsado días atrás por el grueso de las corporaciones agrarias heredadas del siglo XX y sus contradicciones dejó un buen número de preguntas abiertas. Una de ellas, la más elemental y a la vez inquietante, es en qué consiste una política agropecuaria progresista.

La primera respuesta, también la más conocida, es la que sostiene que el carácter progresivo de la acción del Estado se basa en el reparto más equitativo de la renta “natural” del campo. A partir de mediados del siglo pasado, por ejemplo, se consideró positivo y deseable que esta transferencia financiara el desarrollo de la “industria transformadora”. A principios del nuevo siglo el establecimiento de un esquema de retenciones diferenciales marcó el regreso a la antigua concepción.

A casi un lustro de vigencia del nuevo esquema resulta inevitable preguntarse en qué medida la nueva política logró revertir los efectos más negativos de los ‘90, pregunta que demanda a su vez una mayor precisión. ¿Cuáles fueron estos efectos más negativos?

No son pocos los trabajos que los reseñan. El consenso entre los especialistas es que los problemas con los que “el campo” comenzó el nuevo siglo no son de sustentabilidad económica, sino principalmente social (limitando “económica” a cantidad de producto). En otras palabras, mientras que los números gruesos muestran un crecimiento constante de la producción, con rápida adaptación a los requerimientos de los mercados globales y estándares productivos en la vanguardia tecnológica, para los pequeños y medianos productores su permanencia como tales resulta cada vez más azarosa, y no precisamente por los azares propios de la actividad rural. Una consecuencia observable es un espacio rural cada vez más despoblado, a la vez que tecnificado.

La primera dimensión del problema es inherente al desarrollo capitalista. El cambio técnico subió el techo de la escala mínima de producción sustentable para la reproducción ampliada del capital de una explotación familiar. Se trata de esas explicaciones que tranquilizan a la ortodoxia: los problemas de exclusión que comenzaron a ser moneda corriente en los ‘90 no surgirían de las relaciones de producción, sino de las inasibles fuerzas del “mercado”.

Pero las relaciones sociales importan y explican. La segunda dimensión del problema puede comenzar a describirse también con una pregunta: ¿qué une a los productores frutícolas de Río Negro, con los citrícolas y cañeros de Tucumán, los vitícolas de Cuyo, los algodoneros de Chaco, los yerbateros de Misiones y los tabacaleros de Jujuy? Una respuesta es que no es en ellos en quienes se piensa cuando se habla del “campo”. Súmese entonces a los chacareros cerealeros y ganaderos de Buenos Aires y los tamberos de Santa Fe y Córdoba. La respuesta puede ser ahora más unívoca: todos ellos representan el eslabón más débil de sus respectivas cadenas agroindustriales. Su subordinación se hace efectiva en el mercado al momento de vender su cosecha/producción. El estrato superior de la cadena, el comercializador/industrializador, controla activos estratégicos que le brindan poder para la determinación de los precios. Como quedó recientemente demostrado con la baja de las retenciones lácteas, una política de disminución de este tributo no se traduce en mejora de los ingresos para el sector primario. Las relaciones de poder al interior del circuito (o “jerarquías en la trama”, en lenguaje soft) determinan que el beneficio sea apropiado por el estrato superior, el que mantiene los precios primarios deprimidos incluso por debajo de los niveles de reproducción de los actores.

Planteada la totalidad del problema puede comenzar a responderse la pregunta principal. Cualquier política progresista se basa en conseguir un reparto más equitativo de la renta, pero en el caso del campo, ello no puede limitarse a las transferencias intersectoriales, sino que es necesario incluir las relaciones al interior de los circuitos o “cadenas” agroindustriales. Las formas que adquiere esta relación constituyen hoy el problema principal del sector agropecuario. Luego de un lustro de cambio de modelo poco se avanzó en esta dirección y, en consecuencia, la realidad de los pequeños y medianos productores continúa siendo tan azarosa como a fines de los ‘90.

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