Domingo, 25 de mayo de 2008 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
Una nueva categoría de análisis político, económico y social se ha instalado en los últimos meses en el debate público. Encuestadores, periodistas serios, obispos, dirigentes de la oposición y del oficialismo y hasta intelectuales construyen sus teorías, panoramas y discursos en base al gaseoso concepto de la “percepción”. Toda observación y evaluación de un acontecimiento tiene una indudable mirada subjetiva, pero en base a hechos y cifras concretos cercanos a cierta objetividad, que nunca es absoluta. Esos actores sociales de la escena pública, en cambio, tienen una particular inclinación al ombliguismo, al pensar que “la realidad” pasa por lo que a ellos les sucede o sienten en su vida cotidiana. Se construyen así realidades que confunden y que terminan siendo incorporadas por una mayoría espectadora. Existen percepciones de todos los gustos y para clientes diversos. En ese menú se ofrece “percepción” de inseguridad, de mayor pobreza, de aumentos generales de precios, de inestabilidad financiera, de productores agropecuarios quebrados, de un gobierno que no cede en la negociación. Una de las anécdotas que funcionarios de Economía de distintos equipos que habitaron el Palacio de Hacienda coincidían en relatar era que, en los años de negociación con el Fondo Monetario Internacional, técnicos de ese organismo manifestaban que Argentina no vivía una crisis social tan importante como se les presentaba y, por lo tanto, no había motivo para resistir el ajuste que proponían. Esos burócratas de Washington se hospedaban en el Hotel Sheraton, su recorrido en auto hasta el Ministerio era por la zona de Puerto Madero y su área de recreación era Recoleta. Tenían la “percepción” de un país de abundancia y moderno, como la que puede tener un turista que pasea por la zona norte de torres de lujo. Como se sabe, y esa experiencia con el FMI ofrece suficientes enseñanzas, si lo que se pretende es ser riguroso en el análisis y serio en la instrumentación de políticas públicas, la percepción es la peor consejera.
La administración kirchnerista es uno de los máximos responsables –y víctima– de la consolidación de esa corriente dominante de pensamiento basada en la percepción. La intervención torpe y autoritaria del Indec destruyó la confiabilidad en el sistema nacional de estadísticas, que no era perfecto y cuyas cifras tampoco eran creíble para una sociedad que prefiere el dato de la sensación térmica, como sucede en la mayoría de los países. Pero la destrucción del Indice de Precios al Consumidor no sólo impactó en un indicador de referencia fundamental para la definición de contratos y acuerdos en la economía y, en consecuencia, en la tendencia de las expectativas inflacionarias, sino que afectó la posibilidad de analizar la realidad con cierta objetividad, alejada de las percepciones. Las cifras elaboradas por el Indec, organismo del sector público que tiene recursos y calidad técnica superior a cualquier consultora de mercado, quedaron golpeada y sus informes desprestigiados.
A partir de esa instancia, el debate sobre cuestiones claves ha quedado en una nebulosa de miserias políticas, especulaciones económicas e intereses ocultos. Por ejemplo, el titular de la Pastoral Social, monseñor Jorge Casaretto, afirmó que tiene “la percepción de que está aumentando la pobreza”. Un disciplinado coro de ministros del Poder Ejecutivo salió a confirmar que “el dato objetivo es que el índice de pobreza bajó” en base al informe del Indec elaborado a partir del cuestionado IPC. Estudios privados, algunos más serios y otros improvisados, elevan la pobreza a rangos de 50 por ciento superior al difundido por el instituto oficial. Sin embargo, ni esos informes privados ni el del Indec tienen como insumo básico para construir el índice de pobreza la evolución de los ingresos de la población. Se basan solamente en el recorrido de los precios, que ofrece una amplia gama a partir de la manipulación del IPC. Pero los precios es una de las dos variables para medir el nivel de pobreza; la otra es los ingresos. Y no existen datos firmes sobre cómo crecieron estos últimos.
En una aproximación –que no es una “percepción”–, con la debilidad que encierra ese método de análisis, se puede concluir que el año pasado la pobreza no ha bajado (al 20,6 por ciento) como publicita orgulloso el Gobierno ni ha subido con intensidad (al 30,0 por ciento o más) como sostienen los trabajos de la Universidad Católica, la consultora Equis de Artemio López, SEL de Ernesto Kritz y el Instituto de Estudios y Formación de la CTA. Teniendo en cuenta que los salarios en blanco y en negro subieron en promedio casi un 20 por ciento, que la canasta básica de alimentos creció algunos puntos por encima de ese número y que a la vez hubo creación de puestos de trabajo, lo más probable es que la pobreza haya aumentado apenas un par de puntos o, en el mejor de los casos, no hubiera registrado variación o un leve descenso. Cualquiera de esos saldos resulta igualmente inquietante porque la economía ha estado avanzando a tasas muy elevadas. Esto implica que en el último año ni el efecto derrame del crecimiento ni el impacto del descenso del desempleo pudo rescatar a millones de personas sumergidas en la pobreza e indigencia.
Entonces, más allá de la discusión sobre las cifras, que se vuelve un debate en trompo por mezquindades políticas, es evidente que existe un nudo duro de pobreza y exclusión social que no pudo ser desarmado con el crecimiento sostenido de la economía. Para enfrentar ese desafío se requiere, además de la imprescindible normalización del Indec, de políticas públicas focalizadas y la apertura al debate sobre la necesidad de instrumentar un plan de asignación universal para rescatar a la población de la indigencia. Quedar atrapados de la “percepción” de unos y otros, además de ser inútil, no colabora en la imperiosa tarea de enfrentar uno de los principales problemas de la economía.
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