EL INSTITUTO NACIONAL DE LA YERBA MATE
La regulación estatal permitió que pequeños productores recuperen rentabilidad perdida durante los ’90 a manos de molinos y comercializadores.
› Por Diego Rubinzal
El mate está íntimamente asociado a la Argentina. No podía ser de otra manera, los argentinos son los principales consumidores y productores de yerba mate del mundo. La producción representa el 57 por ciento del total mundial y se localiza exclusivamente en dos provincias: Misiones (90 por ciento) y Corrientes (el resto). Brasil también participa de ese mercado (con el 38 por ciento de la producción mundial) y Paraguay, con el 5 por ciento restante. El actual liderazgo argentino tiene su origen en una decisión estratégica estatal. A comienzos del siglo XX, el Gobierno decidió por razones geopolíticas impulsar las plantaciones de yerba mate en territorio misionero. Retornar a las prácticas desarrolladas por los pueblos prehispánicos y sacerdotes jesuitas era necesario para ocupar con población la frontera. El tipo de colonización emprendida dejó huellas perdurables. De acuerdo con datos del Ministerio del Agro y la Producción misionero, el 80 por ciento de las explotaciones yerbateras tienen una superficie menor a las 10 hectáreas.
En su trabajo El Instituto Nacional de la Yerba Mate como dispositivo político de economía social, Javier Gortari reseña: “En 1920 prácticamente todo el consumo nacional, unos 67 millones de kilos, era abastecido con yerba importada, de la cual una tercera parte era yerba elaborada en el Brasil. En 1940, la importación se redujo al 30 por ciento del consumo”. Como contrapartida, la producción local comenzó a subir en forma acelerada. Gortari señala que “la producción nacional pasó de 1 millón de kilos en 1914, a 9 millones de 1924, alcanzó los 38 millones en 1930, hasta superar los 100 millones en 1937”.
La aparición de variados mecanismos de regulación estatal, que surgen en la década del ‘30, también se extiende a la yerba mate creando una Comisión Reguladora. Ese organismo tenía atribuciones para prohibir y/o autorizar nuevas plantaciones y también para establecer cupos de cosechas. Un año más tarde, el intervencionismo estatal se reforzaría con la creación de un mercado consignatario encargado de garantizar un precio sostén a la producción.
La regulación estatal llegó a su fin en 1991. El gobierno de Carlos Menem dictó el decreto 2284/91 que consagró la desregulación de la actividad. A partir de ese momento, el mercado volvió a reinar en los distintos eslabones de la cadena productiva. En ese contexto, las asimetrías se hicieron evidentes. Por un lado, estaba la fuerte concentración de las industrias molineras de la yerba mate. Las tres principales firmas –Las Marías, Molinos Río de la Plata y Larangeira Mendes– concentraban el 50 por ciento de las ventas. Además, la facturación de las diez primeras alcanzaba al 70 por ciento de las ventas totales. Del otro lado, los 19.000 productores minifundistas.
El resultado era previsible: la desigual relación de fuerzas y la sobreoferta yerbatera deprimieron los precios de la materia prima.
Antes de la desregulación, el sector productivo –incluidos costos de cosecha y flete– se quedaba con el 30 por ciento del precio que el consumidor pagaba en la góndola. En la década del ‘90 su participación se redujo al 9 por ciento.
Sin embargo, los menores costos no se tradujeron en un menor precio para el consumidor. Por el contrario, la diferencia engrosó los márgenes de rentabilidad del resto de la cadena (molinos yerbateros e hipermercados).
Javier Gortari calcula que “la trasferencia de ingresos desde el sector productivo al sector industrial-comercial fue del orden de los 115 millones de pesos anuales”. En sus diez años de vigencia, la desregulación generó una redistribución de ingresos superior a los 1000 millones de pesos. Esta situación eclosionó a mediados del 2001. En lo que se conoció como “el tractorazo”, los productores yerbateros acamparon durante un mes en la Plaza Central de Posadas. Fue el inicio de las conversaciones que terminaron alumbrando la creación del Instituto Nacional de la Yerba Mate (INYM). La irrupción de ese organismo mixto (con participación estatal y de los actores productivos) modificó la situación de los productores. En el 2002, el valor de la materia prima se incrementó más de un 300 por ciento. Gortari señala: “En cuatro años de funcionamiento el INYM llevó el precio de la hoja verde a 42 centavos el kilo, generando en ese lapso el proceso inverso de redistribución de la renta yerbatera y recuperando la participación porcentual de los productores en el valor final a los niveles previos de la desregulación: 30 por ciento”.
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