EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Desde Schumpeter (1911) sabemos que las innovaciones son un factor impulsor de la actividad económica. Desde Solow (1957), sabemos que el cambio tecnológico es un factor más del crecimiento, que se suma al trabajo, el capital y la tierra, pero que no actúa solo, sino a través de alguno de los otros tres. El jefe de la fisiocracia, François Quesnay, propiciaba una mejora del modo de explotar el suelo. La Revolución Industrial inglesa, asociada a la invención de la máquina de vapor por James Watt (1765) y sus aplicaciones a la producción y el transporte, operó a través de mejoras en la capacidad productiva de los bienes de capital. En la Argentina, el cambio tecnológico se concibió como realizable a través del factor trabajo, mediante el empleo del mismo en actividades nuevas o la incorporación al mismo de nuevos conocimientos, es decir, la educación. Esta vía hacía realidad la observación de Adam Smith: “El hombre educado a costa de mucho trabajo y de mucho tiempo en una cualquiera de las profesiones que exigen destreza y habilidad extraordinarias puede compararse a una de esas máquinas costosas”. El distinguido proponente de esta vía fue, entre nosotros, nada menos que el padre de la patria, el licenciado Manuel Belgrano, en 1795. La educación en artes y oficios no sólo dignificaba a los educandos mejorando su condición social, sino también la capacidad productiva del país y abría la posibilidad de aclimatar localmente nuevos descubrimientos e inventos. El siguiente párrafo de su primera Memoria es elocuente: “Los buenos principios los adquirirá el artista en una escuela de dibujo, que es el alma de las artes. Algunos creen inútil este conocimiento, pero es tan necesario que todo menestral lo necesita para perfeccionarse en su oficio: el carpintero, cantero, bordador, sastre, herrero, y hasta los zapateros no podrán cortar unos zapatos con el ajuste y perfección debida sin saber dibujar. Aun se extienden a más que los artistas, los beneficios que resultan de una escuela de dibujo; sin este conocimiento los filósofos principiantes no entenderán los planisferios de las esferas celeste y terrestre, las de los armilares que se ponen para el movimiento de la Tierra y más planetas en sus respectivos sistemas, y por consiguiente los diseños de las máquinas eléctricas y neumáticas, y otros muchos”. (M. Belgrano, Memorias, Biblioteca Página/12, pág. 24)
La estructura económica de la sociedad es una trama de relaciones que vincula cada parte con las demás, por lo que no se puede pensar a una parte cualquiera separada de las otras. Por ello algún estudioso propuso comparar la acción social con la reparación de un auto abollado: el inexperto golpea donde está el bollo, arriesgándose a generar con su acción nuevos bollos en otras partes, mientras que el chapista experimentado va golpeando suavemente alrededor del bollo primitivo. Este rasgo de interdependencia aparece en distintas categorías, a veces no muy claramente definidas. Una es la de “círculo vicioso”. G. Myrdal remitía a un libro de C. E. A. Winslow, El costo de la enfermedad y el precio de la salud (1957), donde expresaba: “la pobreza y la enfermedad constituían un círculo vicioso. Los hombres y las mujeres estaban enfermos porque eran pobres; se empobrecían aún más porque estaban enfermos, y empeoraban de salud porque habían seguido empobreciéndose”. Para el Premio Nobel en Ciencias Económicas 1974, un círculo vicioso es un “proceso circular y acumulativo que deprime constantemente el nivel de vida, y en el que un factor negativo es, a un tiempo, causa y efecto de otros”. Ragnar Nurkse, en sus conferencias en El Cairo (1952) habló del círculo vicioso de la pobreza: “El concepto involucra una constelación circular de fuerzas que actúan y reaccionan unas sobre otras, en forma que a un país pobre lo mantienen en estado de pobreza. ... puede darse el caso de un hombre que, a causa de su pobreza, no tenga alimento suficiente; su estado desnutrido le afectará la salud, debilitándolo; esta debilidad física reducirá su capacidad de trabajo, lo que lo mantendrá pobre, con lo que no tendrá alimento suficiente, y así siguiendo. Ese estado de cosas, respecto de todo un país, puede resumirse en un lugar común: un país es pobre porque es pobre”. Nunca un círculo vicioso de la pobreza puede convertirse en círculo virtuoso –como gustan decir los políticos– a menos que se produzca un cambio decisivo en el componente pobreza y sus infaltables ingredientes que la acompañan: alimento insuficiente, mala salud e insuficiente capacidad laboral. No se sale de la pobreza sólo con buenas intenciones. No se ha visto hasta ahora que ninguna canasta navideña, ningún primer cero kilómetro, ni ningún recambio de heladera hayan permitido salir de su triste condición a un solo pobre.
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